NANAS, SAETAS Y TONÁS CAMPESINAS EN LA GÉNESIS DE LOS MELOS FLAMENCOS

            Casi todos los testimonios que poseemos sobre la música flamenca en los tiempos anteriores a las primeras grabaciones coinciden en resaltar la sonoridad oriental de sus melodías; ya fuesen viajeros extranjeros, burgueses aficionados e incluso músicos profesionales, de todos ellos nos llegan hipótesis sobre el posible origen de esa sonoridad, e incluso del trayecto seguido desde éste a las tablas del café cantante o el colmao en el que los escucharon.

            Si viajásemos a ese pasado referido nos veríamos obligados a considerar las circunstancias en que se transmiten los modos musicales en una época pre-tecnológica, que son dos para el caso de los profesionales e iniciados y sólo uno para los legos. El primero de esos medios es la partitura, la cual se halla inserta en una tradición musical que codifica las notas musicales y las escalas utilizadas y que a su vez se corresponden con la gama de sonidos para los que los diferentes instrumentos son afinados, incluida la voz humana. A través de las partituras han viajado a lo largo del tiempo el grueso de la música culta y gran parte de manifestaciones musicales más populares que, no obstante, compartían con aquella la estructura rítmico-armónica.

            El segundo de esos medios es la transmisión directa, la cual a su vez difiere en función de si la música transmitida es instrumental o vocal. En el primer caso cabe el aprendizaje por imitación, pero siempre será dentro del rango de sonidos que abarque el instrumento que por regla general estará afinado conforme a la escala musical occidental. Si se percute, se sopla y se ponen los dedos de la misma manera la producción musical es idéntica. Pero en el caso de la música vocal influye de manera especial el recuerdo, dado que las textura y la altura de la voz difieren de una persona a otra. En el caso de cantores profesionales, la complejidad melódica se alcanza mediante un aprendizaje prolongado, pero en el caso de cantores no profesionales la transmisión exige de una mayor simplicidad melódica sin que por ello se deba renunciar a la improvisación o el adorno ocasional.

En el presente casi toda la música que escuchamos en la televisión, la radio o los soportes sonoros, es realizada por profesionales (tengan o no formación musical) que se atienen a los modos musicales clásicos. La popularización que ha conllevado la tecnificación nos permite disponer de cientos o miles de piezas musicales para su escucha y el gran peso de los mass-media arrincona a las tradiciones musicales más allá de ese mainstream. Pero en el pasado anterior a las grabaciones sólo la gente de cierto poder adquisitivo o residente en entornos urbanos podía gozar con mayor o menor frecuencia de espectáculos musicales. En los entornos rurales, donde la pobreza consustancial a un estilo de vida agropecuario fuese la norma, y con una población mucho más aislada y dispersa, la mayor parte de la experiencia musical se reducía a las formas más simples de música vocal, a veces interpretada en grupos, en ocasiones cantadas en soledad.

En la música popular tradicional el basamento de toda esa estructura es la canción de cuna. Solían ser las primeras canciones escuchadas por los niños, frecuentemente las más reiteradas durante los primeros meses o años de vida. Presentan variaciones en cada cultura musical aunque también comparten semejanzas como el hecho de estar integradas en el sistema musical tradicional de cada una de esas culturas y de ser muy resistentes a modas e influencias externas.

La musicóloga María Ángeles Subirats realizó en 1990 un estudio acerca de las nanas andaluzas, en las que había detectado particularidades respecto a las canciones de cuna de otras partes de España. Valiéndose del trabajo de campo realizado en los años cuarenta y cincuenta por músicos y folcloristas como Manuel García Matos, pudo acceder a analizar varias decenas de nanas registradas repartidas por distintos puntos de la geografía andaluza y encontró una serie de elementos comunes dignos de destacar.

Desde un punto de vista literario se componían en casi su totalidad de canciones cortas, por lo general estrofas de cuatro versos, ya fuesen seguidillas (en siete de cada diez) o cuartetas, y este verso era en mayor proporción isorrítmico e isométrico a un tiempo. El repertorio de temas giraba en torno a unos pocos argumentos estilísticos que admitían variaciones a partir de un primer verso más o menos definido.  Su contenido melódico solía viajar de una estrofa a otra y poseían un carácter dulce  y melancólico.

El análisis armónico reveló que solía predominar la organización melódica en Mi menor o derivadas de ella. De hecho, en el 70% de las veces aparecía el tetracordo La-Sol-Fa-Mi, conocido como “cadencia andaluza” y en el 90% de las nanas estas terminaban en el I grado del modo de Mi menor. Así mismo, aunque se registraban ámbitos que iban desde una cuarta a una novena, predominaba el de sexta, considerado característico de la música popular española. Sendos elementos son comunes a la mayor parte de la música flamenca.
NANA ANDALUZA
En un segundo nivel de complejidad musical y social se encuentran los cantos de labor. Desde siempre resultaron evidentes a la escucha la similitud entre las nanas y ciertos cantes campesinos, especialmente los de trilla. En el año 2001 los hermanos Hurtado Torres fueron más allá de los registros de cantes campesinos grabados por cantaores flamencos semiprofesionales o profesionales y realizaron su propio estudio de campo, si bien circunscribiendo su estudio a las campiñas cordobesa y jiennense. En sus conclusiones resaltaron las similitudes entre los cantes de trilla y las nanas.
En lo literario constataron el uso casi exclusivo de seguidillas, de modo que al igual que sucede en las nanas los dos primeros versos constituyen dos partes de una frase de exposición y los dos siguientes los de una frase de respuesta.  En lo melódico notaron cómo se establece una correspondencia entre cada semi-frase musical y su verso correspondiente; estas melodías se desplegaban en una atmósfera poética expresiva y melancólica, con una sonoridad orientalizante aunque más específicamente flamenca en los cantes de labor que en gran parte suelen ser melogénicos, es decir, que el texto y sus acentos están supeditados a la línea melódica.
El análisis armónico también reveló que estos cantes se organizaban preferentemente en modo Frigio o de Mi, y habitualmente en el ámbito de una sexta. El estudio particular de cada uno de ellos reveló que aunque existía variedad en los grados en los que recaía las cadencias intermedias de las semifrases (III#, IV, V y I del modo Frigio), las finales solían recaer sobre todo en el grado I, tal y como observó Subirats en 9 de cada 10 nanas.

CANTES DE TRILLA Bernardo el de los Lobitos
Los autores terminan su estudio sugiriendo que así como la seguidilla fue el alma del teatro musical durante el Siglo de Oro y aún durante el siglo XVIII en la tonadilla escénica, cabía la posibilidad de que el aflamencamiento de ciertos palos derivados de la seguidilla (cantiñas antiguas, siguiriyas, serranas, livianas, algunas bulerías, etc) sucediese en el tiempo a la gestación de esos cantes campesinos, que se erigían de este modo en piedra angular del cante. Estos habrían conservado un aire proto-flamenco debido a que la ausencia de público oyente no condicionó su interpretación ni le obligó a desarrollarse por la vía de la estilización.
El antropólogo Mandly Robles ilustró la relación entre los cantes de ara en Álora y la malagueña del Perote (aloreño por cierto) grabadas a principios del siglo XX  y tenemos también que el palo flamenco que mejor conserva esa sonoridad de los cantes campesinos es la liviana, que al haber quedado fuera del corpus principal de cantes más comúnmente ejecutados ha conservado su arcaísmo tanto en su música como en su temática rural.
Extraído del libro "Los Caminos del Flamenco"
Antonio Mandly Robles - Signatura Demos 
Pero no son los campesinos los únicos cantes de labor. Ya dentro del flamenco tenemos el caso de los martinetes, de temática fragüera,  que aunque llevan cantándose de manera profesional muchas décadas siempre se han considerado parte de los cantes primitivos o tonás. Demófilo registra hasta 26 tipos distintos de tonás aunque lo cierto es que en los registros sonoros sólo han sobrevivido tres variantes y la inmensa mayoría de las interpretaciones conservadas son martinetes mismamente.
Se atribuye a Don Antonio Chacón la definición de los martinetes como cantes sin regla, como meras improvisaciones dentro de un esquema general. No es de extrañar por tanto que el repertorio de grabaciones a lo largo de los años arroje una gran variedad modal, aunque predominan el modo Mayor y el Frigio, y que su ejecución haya acabado por ser profusamente melismática y con abundante comacromatismo. Sobre el origen de sus melodías, que no dejan de guardar similitudes con los cantes campesinos, hay mucha discusión aunque es posible que su estructura en cuartetas y en ocasiones romanceadas (algunas letras son variaciones sobre estrofas sueltas de romances) tenga que ver con la gran popularidad de que gozaron los pliegos de cordel los cuales al ser de elaboración no-culta adolecían de defectos formales.
Manuel García Matos relacionó la melodía de los martinetes y carceleras con cantes de labor de otras partes de España, como Extremadura y Salamanca lugares de residencia y tránsito de muchos clanes gitanos, y en su Magna Antología del Folklore Español registró un cante de siega mallorquín cantado a dúo cuyas líneas melódicas resultaban muy similares a las de siguiriyas y tonás.  Todo ello nos remite a un universo musical de corte popular en donde operaban influjos y se producían transmisiones de melodías concretas que en algunos casos eran integradas dentro de la tradición musical andaluza (tal y como sucedió con los cantes de ida y vuelta, la farruca o el garrotín, cuyos orígenes son más evidentes) y en otros casos se los llevó el mismo aire que alentaba a sus intérpretes. A ese mismo universo, pero en un contexto diametralmente opuesto nos remite uno de los géneros musicales más enigmáticos: La saeta.
Sus orígenes se remontan, como mínimo, al siglo XVII, aunque si hacemos caso a Manuel Alvar que la relaciona con la raíz sawt (de donde sayyit(a): “voz sonora”), su origen se remontaría a nuestro pasado islámico. Ni todas las saetas documentadas son equiparables a las actuales que se cantan en la semana santa andaluza, ni sólo en Andalucía están documentadas las saetas, pero si es cierto que en nuestra región se dan una serie de circunstancias que nos abre la apetencia por el interrogante.
Contra aquel pueblo conservador en costumbres y tradiciones se tuvieron que enfrentar las cabezas pensantes del despotismo ilustrado. El asistente Pablo de Olavide se encargó supervisar la orden ministerial de 1763 que extinguía las cofradías gremiales y obligaba a todas las organizaciones religiosas a elaborar libros de reglas que fuesen aprobados por el Consejo de Castilla. También se prohibieron las procesiones de disciplinantes y se estableció la obligación de descubrirse el rostro durante la penitencia. Cuatro años más tarde, tras el motín de Esquilache, Carlos III daba un paso más expulsando a los jesuítas de los territorios de la Corona. Sin su más poderoso brazo regular la Iglesia se encomienda a las órdenes mendicantes para que el reforzamiento de la religiosidad popular sirva para hacer frente a las ideas ilustradas. 
Los frailes promueven las “saetas penetrantes”, revivificación de las antiguas saetas del pecado mortal que recorrían las calles cantando coplas dramáticamente sentenciosas, y los coros de campanilleros, que cantaban el rosario de la aurora. Figura principal en la elaboración de letras para estas procesiones es el beato Diego de Cádiz a quien la tradición también atribuye la transmisión de las melodías de las saetas antiguas. A esa pugna entre las autoridades civiles y las órdenes religiosas pone fin la desamortización de Mendizábal que hunde en la decadencia las manifestaciones de religiosidad popular, entre ellas la semana santa. Ahora bien, las saetas conservadas en la actualidad están relacionadas con el ciclo de la Pasión y su uso se limita a la semana santa, razón por la cual ha sido uno de los últimos palos en aflamencarse, al fín y al cabo ¿que sentido tenía cantar una saeta en un lugar tan poco edificante como el café cantante?
Aunque en la saeta flamenca la ejecución se hace por seguiriyas, martinetes o carceleras el cuerpo de la copla conserva elementos que son compartidos por las saetas antiguas que aún se ejecutan en algunos pueblos andaluces gracias a que se mantuvieron más alejados de las disposiciones de la jerarquía eclesiástica e las ciudades. Las similitudes con los cantos sinagogales ha estimulado teorías como la de Rafael Manzano que sostiene que los judeo-conversos, que vivían bajo la sospecha de criptojudaísmo, hacían alarde de fe ejecutando saetas donde demostraban el conocimiento de las escrituras; y es que aunque gran parte de las letras de saetas son espontáneas o improvisadas la mayoría son de factura culta y su contenido remite al los evangelios. Fuese sincera o no dicha conversión, los ejecutantes empleaban para su interpretación las mismas melodías que habían aprendido desde pequeños y por la vía de ese efecto demostración los melos de las saetas antiguas viajaron desde las sinagogas y el hogar judío a la semana santa del Siglo de Oro y desde aquí, por la mencionada labor restauradora de las órdenes religiosas, a la renacida semana santa de mediados y finales del siglo XIX. 
 SAETA ANTIGUA Alhaurín el Grande
Los estudios musicológicos chocan en todo momento con la común herencia musical que se gesta a ambos lados del Mediterráneo cuando se extienden los modos musicales griegos al Imperio primero y a la tradición musical arabo-persa después. Aquellos no sirven ni para apoyar consistentemente ni para refutar definitivamente la influencia de los cantos salmódicos en la saeta andaluza pero lo que si tenemos es el sólido parentesco entre las saetas antiguas y las nanas y cantes de labor, todos ellos insertos mayoritariamente en el modo Frigio, el más común en los palos flamencos. Son productos diversos de un mismo pueblo con una misma tradición musical, y del mismo modo que los cantaores profesionales contratados a principios del siglo XX para cantar en balcones al paso de las cofradías imprimieron su sello flamenco a las saetas, los anónimos creyentes que a mediados del XIX les cantaban a sus imágenes sagradas lo hacían sin salir de ese universo musical que les envolvía desde la cuna a la tumba.



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