LOS GITANOS ESPAÑOLES DESDE EL SIGLO DE ORO HASTA EL XIX

            Ya hablamos de cómo los gitanos habían llegado a España, cómo habían sido sus primeros dos siglos en suelo peninsular y cómo buena parte de ellos habían acabado asentándose en barrios a las afueras de las ciudades, mezclándose con población marginal. Los dos siglos siguientes, los que llegan hasta la época del café cantante, y por tanto aquellos correspondientes a la época en que se supone que se gestó el flamenco, quedan reflejados en multitud de obras literarias de donde podemos entresacar conclusiones sobre cómo y dónde vivían los gitanos y cuál pudo ser su aportación a la conformación de dicho arte.
          
  Una de las fuentes más consultadas por los flamencólogos a la hora de iniciar ese recorrido es la novela “La Gitanilla” de Cervantes. En ella se nos presenta un fresco histórico de lo que pudo ser el típico asentamiento gitano a las afueras de una ciudad (en este caso Madrid) a inicios del XVII. Más allá del contenido literario de la obra y de los juicios de valor que Cervantes expresa acerca de los gitanos, encontramos información profusa bastante concordante con testimonios anteriores y posteriores y provenientes de un autor que por su ascendencia tenía cierto conocimiento de causa. Destaca, por ejemplo, la presentación de estos gitanos más como una casta que como una raza; era tema de la época, donde se sospechaba (y en algunos casos se sabía) que entre los gitanos ambulantes había una determinada proporción conformada por moriscos clandestinos y por delincuentes perseguidos. Cervantes ejemplifica esto con el galán de la protagonista que no siendo gitano es aceptado como tal a condición de aceptar las reglas internas del grupo. Siete u ocho generaciones más tarde algún gitano confirmará a Borrow su parentesco lejano con gentes de la morería.
           
Pero sigamos con la Gitanilla. En ella se describe la típica cuadrilla de gitanos que se ganaba al vida a base de montar espectáculos callejeros. Solía ser liderada por una “capitana” o mujer de mayor edad, y en ella los hombres solían cantar, tocar algún instrumento y batir palmas mientras las mujeres bailaban o se dedicaban a vaciar las bolsas de los espectadores incautos. Una de las informaciones más destacadas que ofrece Cervantes es el repertorio de cantes y bailes ejecutados por Preciosa, la protagonista: Villancicos, coplas, seguidillas, romances, zarabandas... Todos ellos grandes éxitos de la época cuyo origen sabemos bien por otras fuentes que no son de origen gitano. Queda la excepción del “pisaré el polvito” (una variante menos acrobática del primitivo zapateado)  junto a la “Dina, Dana” (un estribillo muy popular) que aunque pudieron no ser gitanos de origen, no tenemos testimonio más allá de ellos. Arcadio Larrea documentará hasta veinticuatro bailes diferentes ejecutados por gitanos en la tonadilla escénica, más de un siglo después, y la mayoría de ellos seguirán siendo, o de origen negro, o del folclore español.
           
Por tanto una primera conclusión: No sabemos en qué proporción lo gitano es esencial, necesario o accesorio en el nacimiento del flamenco, pero si podemos deducir que muy poco del bagaje musical propio de los calé pasó a ese fondo común.
            
Sabemos por un documento oficial sin fecha ni autor que se puede datar de finales del XVI-inicios del XVII (es decir la época de ambientación de la Gitanilla) de la división de los gitanos del reino en dos grandes grupos. El primero de ellos es el de los egiptanos, que a tenor de dicha fuente “vinieron con los moros”, lo cual refleja un estado de opinión muy común respecto a los calé, pero cuyo fundamento pudo estar en que este grupo fueran los descendientes de aquellos primitivos peregrinos del Pequeño Egipto que llegaron en el siglo XV. De ellos se dice que son perezosos, engatusadores, que visten a sus mujeres con rodetes y mantones y que tienen afición al chalaneo y el trato con caballos. El segundo grupo sería el de los grecianos, que llegarían después (y donde la memoria del asentamiento griego aún estaba presente) y probablemente eran descendientes de muchos de aquellos gitanos esclavizados por los voivodas y que lograron emanciparse varias generaciones después de la aparición en el imperio del conde Emaús.  De estos se dicen que visten de otro modo, que conservan la tradición herrera que les sumió en la servidumbre en los Balcanes y que son más tendentes al robo y la violencia. Además se menciona la desconexión entre ambos grupos, que no tienen trato ni emparejamiento con el otro.
            
No es de extrañar que con el goteo continuo de bandas de gitanos desde otras partes de Europa, la promulgación de pragmáticas no cesara. Muy probablemente la mayoría de los gitanos llegados a España fueron errantes en las primeras generaciones, se asentaron diferenciadamente en las siguientes, y se asimilaron del todo en las posteriores, desapareciendo como grupo étnico. Pero siempre los hubo sin asimilar o andarríos, probablemente porque no dejaron de entrar durante la mayor parte del tiempo, justificando no sólo esa división entre gitanos egiptanos y grecianos, sino también entre gitanos españoles y catalanes, o entre gitanos verdaderos y moriscos camuflados. Precisamente por esto último en la pragmática de 1633 se prohíbe el uso de la palabra “gitano”, y pudo ser una de las causas de la aparición del término “flamenco” como sinónimo; en ella además se les prohíbe vivir en barrios aislados o en asentamientos de chabolas, de modo que se propició por esta época su aparición en arrabales como Triana, donde pasaron a formar parte del común de gente pobre.
            
El goteo de pragmáticas continúa: 1692, 1705, 1708, 1717... En esta última se excluyen su asentamiento en ciudades como Sevilla, Granada, Cádiz, Barcelona o Valencia, donde ya eran bastante abundantes y se les conmina a vivir de labradores. En la de 1745 se insiste en que tomen domicilio y se presiona a los oficiales para que los persigan aún cuando se acojan a sagrado. En la de 1783 reciben el trato de españoles comunes por parte de Carlos III quien, sin embargo, les prohíbe que ejerciten ciertas profesiones como el trato de monturas o la profesión de ventero. Y es que en su viaje por España, Joseph Townsend confirma que en el XVIII la mayoría de las posadas y ventas eran  regentadas por gitanos, y que en ella se daban cita todo tipo de malhechores y gentes de mal vivir, los cuales frecuentemente trabajaban en comandita con el propietario del establecimiento... No obstante todo ese siglo de reformismo borbónico tuvo un efecto de mejora general de las condiciones de vida, lo que añadido al refinamiento excluyente de la elite afrancesada hizo al gitano y su arte más atractivo durante el período romántico posterior, lo que permitió a los mejores progresar profesionalmente.
            
El triunfo del majismo se fue gestando como contraposición a los petimetres bien pensantes de finales del XVIII y tuvo su éxito absoluto con la Guerra de la Independencia. Después la llegada del ciclo de Guerras Carlistas favoreció que el campo se llenase de proscritos y por tanto el auge del bandolerismo, de modo que afloró en el entorno de las ventas y en los colmaos todo un submundo clandestino conformado por gitanos y no gitanos que acabó siendo excitantemente atractivo para la clase dirigente hedonista y adocenada de aquella España absolutista donde el Romanticismo llegaba con décadas de retraso. En esta época las coplas y las zarzuelas ven aparecer multitud de personajes de ese submundo que se erigen en protagonistas de historias intensas y peligrosas, en héroes románticos en definitiva. 


Precisamente de la década de 1830 data la primera mención de la palabra flamenco, de la mano de George Borrow, pero no como adjetivación de una música, sino de una casta social y del lenguaje con el que ésta se expresa. La interconexión tan fluida que existió siempre entre el mundo del flamenco y el de los toros arranca en este momento, cuando el torero se erige como síntesis palpable y socialmente exitosa de todos esos valores. La utilización de la palabra flamenco para definir un estilo musical tendrá que esperar al menos otros 30 años más, ya en plena época del café cantante.
            
En su obra “Los Zincali: Los gitanos de España”, Borrow arremete contra “los de la afición”, gente subyugada por ese mundo gitano hasta el punto de que incorpora multitud de palabras del vocabulario caló a su jerga de nuevo cuño y llegan al paroxismo de componer, en métrica castellana, coplas escritas en un caló artificial que ni los propios gitanos acertaban a entender del todo.
            
Pero la fuente literaria más minuciosamente estudiada por los flamencólogos es obra, precisamente, de un alto funcionario del estado que emplea su tiempo libre en describir sus visitas a ese submundo. Estamos hablando de las “Escenas Andaluzas” de Serafín Estébanez Calderón, alias “El Solitario”, una recopilación de relatos costumbristas. En uno de ellos nos representa una reunión verídica o fantaseada donde se nos presenta a algunos de los cantaores más destacados de aquel siglo, a tenor de las referencias posteriores del folclorista Demófilo. Destacan particularmente dos. 


El primero de ellos es El Planeta, cantaor gaditano afincado en Sevilla al que se le describe como arquetipo del majo triunfador depositario de la música tradicional. El segundo de ellos, El Fillo, cantaor gitano del Puerto al que se le describe como un desarrapado seducido por una nueva forma de cantar. El resto de los asistentes son cantaores documentados en fuentes posteriores, varios de ellos gitanos, si bien el Solitario no menciona que canten en caló ni atribuye origen gitano a ninguno de los cantes ejecutados. Arcadio Larrea lo atribuye a su filoarabismo, dado que poseía una cátedra en árabe. Pudiera ser.
            
Aparquemos por un momento esa lucha antitética para enumerar algunos aspectos descriptivos de aquella reunión protoflamenca:
           
            -Instrumentos utilizados: Vihuela maestra (ejecutada por el propio Planeta), varias guitarras (para acompañamiento, no para sólo), una tiorba con teclado corrido (una especie de laúd de grandes dimensiones), dos bandurrias, un discante de pluma (especie de guitarrilla aguda), dos platillos y un chicuchín militar.
            -Lista de bailes citados por el Solitario: Bolero, fandanguillo de Cádiz, la tana, malagueña, caleseras, zorongo, cachirulo, rondeña, hierbabuena, zapateado, charandé, el ole, granaina y seguidillas.
            -Lista de los cantes: La caña (que el Solitario hace tronco de todos los cantes), corridos, serranas, tonada de los panes, polos de punta, polo de Tobalo, tonadas sevillanas, jabera, tonadas y petenera.
            
La información es muy significativa  por lo extraña que resulta. Entre los instrumentos vemos una aparatosidad y un arcaísmo a años luz de la simplicidad del escenario flamenco compuesto por cantaor+guitarra+palmas. Entre los bailes vemos algunos supervivientes de la tradición negra, algunos bailes populares ya desaparecidos o caídos en el desuso y algunos que ya sólo se cantan. Entre los cantes vemos lo mismo, un repertorio de estilos que ya hace un siglo se consideraban anticuados y que sólo el baile y las antologías mantuvieron vivos hasta hoy. Una conclusión provisional, aunque no única ni definitiva, es que lo mismo que dos siglos atrás, los gitanos interpretaban todo tipo de música que estuviese de moda en su tiempo y que todo ese parentesco musicalmente demostrable entre los palos ejecutados en la época de las grabaciones y los del siglo XIX parecen tener un origen escénico.
            
Ahora bien. Sabemos que el Fillo, al que los flamencólogos gitanistas hacen el primero de los cantaores modernos, estaba en esa reunión, pero hay indicios para pensar que en ella ejecutaba parte de su arte, pero no todo. Es famoso ya el reproche que el Planeta (que si no es más veterano si parece tener ascendiente artístico sobre él) le hace acerca del nuevo estilo que cultiva: “Te digo Fillo que esa voz del Broncano es crúa y no de recibo, y en cuanto al estilo, ni es fino, ni de la tierra [...] te pido que no camines por sus aguas y te atengas a la pauta antigua, y que no salgas un sacramento del camino trillado”. El tal Broncano no está documentado en ninguna otra fuente a pesar de su revolucionario estilo, por lo que todo indica que, como sostiene Arcadio Larrea, es una alusión velada a algún otro cantaor famoso, aunque no es de descartar que se tratase de un artista tabernero semiprofesional o incluso de un artista foráneo o, al menos, no andaluz. Más chusca, es la letra de soleá, a veces cantada por bulerías, referida a La Andonda, una cantaora  gitana famosa por sus soleares y que siendo aún muy joven fue pretendida por el Fillo:
            
            La Andonda le dijo al Fillo,
            ¡Anda, vete gallo ronco
            a asustar a los chiquillos!

Chuflas aparte es de destacar como una cantaora, también gitana, y de un palo que se conforma por los años en los que ella ejerció, le echa en cara al veterano cantaor lo poca musicalidad de su voz.
            
Este enfrentamiento arquetípico abre la duda de si pudo existir en los inicios del arte flamenco un fondo musical popular ajeno al que triunfaba en los escenarios y que pudiera estar custodiado por gitanos, y que fuese la llegada de éstos al café cantante los que los popularizaran y mezclaran. Son muchos los testimonios literarios de aquel siglo que reparan reiterativamente en una “manera gitana” de interpretar diferentes estilos musicales como el polo, la seguidilla o los jaleos. Traemos a colación al violinista gitano-húngaro Bihary, el cual sin saber solfeo era capaz de reproducir cualquier melodía tras una sola audición, pero lo hacía de manera imperfecta, sin poder evitar metamorsearla en una pieza cuyo soniquete remitía siempre a una sonoridad “zíngara”. ¿Significa esto que los gitanos crearon estilos nuevos a partir del fondo musical andaluz? Las investigaciones musicológicas de los hermanos Hurtado Torres descartan esta posibilidad. ¿Cabe la posibilidad de que se aportasen nuevas melodías o al menos variaciones afectadas y características sobre melodías anteriores pero sin cambiar su estructura armónica? Probablemente.
           
Por el cantaor e historiador Fernando de Triana tenemos el testimonio de que en su barrio, en plena época del café cantante, algunos cantaores gitanos ejecutaban en tabernas y colmaos variedades de cantes que nunca subían al escenario y que sólo ejecutaban a voluntad cuando la asistencia era calé, o al menos de su agrado. Esta referencia a lo puro o lo jondo ha sido traída a colación por algunos flamencólogos gitanistas que encuentran en estas reuniones de cabales la confirmación de que buena parte del flamenco era tradición exclusivamente gitana que fue destilándose hacia el público lentamente a través de los tablaos de los cafés. Sin embargo, dicha referencia se ubica en un período en el que la profesionalización del cante es ya un hecho, de modo que no se documenta que puedan ser anteriores a la generación que los ejecutaba (como el Hip-Hop no existía antes de los 70, ni el Rock antes de los 50). Además, la razón de que dichos cantes no se ejecutaran en el café pudo ser que la solemnidad, la monotonía o la falta de destreza lírica de los artistas lo hiciesen poco atractivos al público: La marginalidad siempre opera desde la cultura dominante.
           
La obra de Zugasti, que es 30 años posterior a la del Solitario y contemporánea por tanto del café cantante, describe escenarios y protagonistas similares con algunas salvedades a destacar. La primera es la filiación de la Caña con las cañas de manzanilla, probablemente una guasa no advertida por el escritor madrileño. La segunda es la mención como tonada en genérico a toda copla cantada, como aludiendo al protagonismo de la melodía a la hora de diferenciar estilos. La tercera es el recopilatorio de cantes y su contexto, ubicando a las soleares junto a las carceleras, refiriendo una seguidilla gitana que no es siguiriya pero mencionando a cambio a la playera como cante quejumbroso, enumerando además otros como las taberneras, los tangos o los toros del Puerto; de nuevo mezcla de estilos conocidos y desconocidos. Y la cuarta es la separación que hace entre bailes de diversión (tangos, mollares, fandangos, villanos, encorvadas...) y los de espectáculo (bolero, zapateado, vito..) ejecutados por profesionales. Aquí se observa que precisamente aquellos bailes de diversión (alguno de los cuales ya conocen los escenarios desde mucho tiempo atrás)  son los que sobreviven en el flamenco posterior, arrojando más tensión a la dualidad profesional-popular. Sin embargo, la conclusión más evidente es que el paso de las décadas modificó muy poco lo sustancial de aquel arte (que ya por entonces sí era conocido como flamenco) y que bien pudieron ser el café cantante y las grabaciones los que cerraran un canon que hasta ese momento nunca estuvo fijo.
            
Sin querer entrar de lleno en la época del café cantante, que tendrá capítulo aparte, si conviene terminar este recorrido con los testimonios de dos autores coetáneos que dedicaron esfuerzos compartidos a rescatar miles de coplas folclóricas y que sostenían posturas dicotómicas sobre la presencia de lo gitano en el cante andaluz mientras asistían a las actuaciones en el Salón Silverio.
            
El primero de ellos es Antonio Machado Álvarez, alias “Demófilo”, padre de los poetas Antonio y Manuel. En el año 1881 publica un recopilatorio de coplas flamencas transcritas directamente desde la ejecución de los artistas y con la colaboración de Juanelo de Jerez y Silverio Franconetti, máxima figura de la época. Sin embargo el mayor valor documental de su libro es la introducción explicativa  y la relación final de cantaores notables elaborada a partir de la información facilitada por los artistas, y que se remonta a las últimas décadas del siglo XVIII, si bien con un sesgo acusado hacia los paisanos de sus informantes. En el prólogo Demófilo sostiene la idea de que el flamenco, o el menos lo más puro y auténtico de él, es  un arte propio de los gitanos, nacido y  trasmitido de generación en generación en las tabernas y ventas frecuentadas por los calé. Ayudó en esa conclusión el hecho de que la gran figura Silverio, aún siendo un gaché de ascendencia hispano-italiana, reconociera que aprendió el cante escuchándoselo a gitanos en su Morón natal.  Por él tenemos el testimonio de que en aquella época, cuando se le pedía a un cantaor que cantase por lo gitano (lo fuese este o no),  solía acometer el canto de la siguiriya la cual conecta directamente con aquella playera quejumbrosa de Zugasti. Aumenta la nómina de cantes estrictamente flamencos a otros como el martinete o la debla. Cabe la posbilidad de que en este caso concreto las melodías de la siguiriya y las tonás fueran descendientes de algunos de aquellos cantos que los moriscos trianeros legaron a los gitanos durante sus 40 años de convivencia (y aún más si tenemos en cuenta la posible fracción que pudo emparentarse con ellos). El secretismo con el que lo cantaban y escuchaban pudo arrancar en aquellos momentos en los que todo vestigio morisco debía ser celosamente disimulado. Fernando Carrillo Alonso encontró ejemplos de jarchas cuya métrica y algunos elementos estilísticos pasaron a villancicos, que a su vez guardaban grandes similitudes con siguiriyas flamencas de las que las separaba la longitud del tercer verso y para lo cual ponía ejemplos de terceros versos alargados a base de añadir expresiones como “compañera mía” o “mare de mi corazón”. Todo este terreno es muy resbaladizo, pero merece tenerse en cuenta.

Así mismo Demófilo lamenta que el ascenso del flamenco al café cantante producirá inevitablemente la decadencia de este por ahormarse al gusto andaluz (también refinado) de su auditorio y se queja de que no se escuchen sobre los tablaos aquellos cantos más puros, acaso los mismos que Fernando de Triana escuchaba en las trastienda de los colmaos, temiendo su desaparición. De manera profética Demófilo anticipa que el flamenco saldrá del café cantante como una especie de canon diverso y poliédrico de cantes y bailes de distinta procedencia y carácter, aunque conservarán el nombre y su vinculación con lo gitano. 

Justamente contraria es la tesis de su compañero Francisco Rodríguez Marín, el cual sostiene que el manantial  inagotable del pueblo andaluz, cuyas formas más puras serían aquellos cantes y bailes de origen campesino, se estaba degenerando por la influencia perniciosa que en el café cantante sufrían de la música de los gitanos y achacaba la culpa al turismo pintoresquista y romántico.

Ya en pleno siglo XX el lúcido escritor italiano Mario Penna se sirve de ambas tesis para elaborar una tercera que, probablemente, esté más cerca de la realidad. Durante la época del majismo la música andaluza que bebe y alimenta a la vez buena parte de la música culta de su tiempo se escinde para generar dos tradiciones folclóricas separadas, una más general, propiamente andaluza  y surgida de la interacción entre la ciudad (como depositaria de la tradición musical española) y el campo (guardián de viejas melodías), y otra gitana, surgida a partir de aquella en ambientes diferenciados y en la intimidad del pueblo calé, en sus fiestas y reuniones familiares, pero también en entornos semiprofesionales como pudieron ser las tabernas o las ventas (por entonces regentadas o frecuentadas por gitanos y otros grupos marginales). La confrontación de ambas en el café cantante produciría la interacción mutua que acabó con la refusión de ambas tradiciones en un mismo arte mestizo.

¿Nació ese supuesto folclore gitano de la conservación de modos interpretativos propios transmitidos de manera íntima y secreta? Cuesta creerlo cuando vemos tantos y tan reincidentes testimonios que apuntan a que en cada época los gitanos se dedicaron semiprofesionalmente a la música y que siempre interpretaron aquello que era gusto del público y que existen pocas concordancias musicales con otras tradiciones musicales de los gitanos europeos. ¿Cómo entonces los testigos de aquella época naciente coinciden en ir siempre a entornos marginales, preferentemente gitanos, a la búsqueda de esos cantes? No olvidemos que estos testimonios rara vez proceden de músicos profesionales en el ejercicio de su ciencia, sino de escritores y viajeros en pleno romanticismo, en una época donde entre la intelectualidad se ha afincado la idea de que lo puro del alma humana está más cerca de lo salvaje y lo emocional que de lo civilizado y lo intelectual y que sólo se cuenta lo que merece la pena ser contado. Eso, unido al desprecio que provocaba esa música entre los profesionales de su tiempo, hizo que se desaprovechara la oportunidad de poder fijar aquella tradición décadas o siglos antes de las primeras grabaciones. ¿Por qué, gitano o no, el flamenco es un fenómeno esencialmente andaluz cuando hay gitanos en otras partes de España? Pues porque sólo aquí existía esa “afición” surgida de la combinación de la molicie de la clase dirigente, de la ausencia de una burguesía numerosa y emprendedora,  del conservadurismo cultural de un pueblo que, además, había bebido de sustratos y adstratos más ricos. Los valores del majismo que triunfaron en toda España perduraron más en una región abocada a la decadencia económica y fueron retroalimentados además por la aparición del turismo pintoresquista  y por el interés de aristócratas e intelectuales. ¿Por qué entonces toda esa tradición musical presuntamente gitana se fue incorporando lentamente al repertorio flamenco, como guardando resistencia a una cultura dominante? Probablemente porque no interesaban unas modalidades musicales que resultaban más monótonas y menos atractivas que las que entonces triunfaban y que, además, eran ejecutadas por intérpretes semiprofesionales que no resistían la comparación con músicos mejor dotados y formados. Sería la aparición progresiva de cantaores excelentes en el entorno competitivo del café cantante el que acabaría por producir una selección artificial que elevaría aquellos cantos de colmaos y tabernas a un producto más estilizado y digno de expectación.

No hay comentarios:

Publicar un comentario