A lo largo del siglo XVI España está a la cabeza de un Imperio que asienta sus reales sobre medio mundo. El descubrimiento y la colonización de tierras lejanas allende los mares proporcionará a la metrópoli innumerables riquezas, las vinculaciones dinásticas con el Sacro Imperio y la Corona de Aragón le permitirán alcanzar la hegemonía europea, los triunfos militares en Flandes y el Mediterráneo oriental aislará y debilitará a sus enemigos... El Imperio español se erigirá como primera potencia militar en tierra y mar, y la economía más pujante del viejo continente.
Madrid será la flamante corte de los Habsburgo pero la ciudad en torno a la que se anudará todo ese imperio será Sevilla, puerto y puerta de Indias. Desde ella parten al Nuevo Mundo los funcionarios que regirán las colonias, los soldados que las conquistarán y someterán y la población que las habitará. En ese gran centro de poderes y finanzas, actividades delictivas de todo orden hallan un abono excepcional, un caudal inagotable, y junto a ese ir y venir de decretos y transacciones florece toda una casta de gente ociosa cuya reflejo literario nos ha llegado a través de la novela picaresca.
El pícaro es un antihéroe consagrado entre las clases pobres por las brutales desigualdades de una sociedad que se desarrolla aceleradamente y que genera pocas esperanzas para aquellos que ansían la promoción social a través del engaño o la artimaña. Pero del mismo modo que la novela picaresca nos desvela las hipocresías de las clases adineradas, también nos transmite una dura moraleja: El pícaro nunca logra abandonar su condición.
El equivalente teatral del pícaro es el jaque o jácaro, arquetipo del valor, la astucia y la chulería, pero de moralidad poco ejemplar, protagonista predilecto de los entremeses satíricos del teatro de costumbres. Era éste un género que se popularizó en el quinientos de la mano del sevillano Lope de Rueda que encontraba inspiración en asuntos de la vida cotidiana, lejos de los pomposos argumentos de la mitología clásica o de la historia sacra. Los entremeses o pasos constituían un breve paréntesis jocoso en la trama principal y gozaban del atractivo de sus piezas musicales, las cuales solían viajar del escenario a la calle. Fue de este modo como se populariza la jácara, un estilo que en lo musical reúne la tradición europea con modos musicales de origen andalusí, transmitidos por moriscos y judíos a otros grupos de las clases populares y que viajará a América para retornar en forma de fandango.
En los arrabales de esa Sevilla comparada con romas y babilonias se reunían descendientes de aquellos mudéjares no expulsados durante las revueltas del siglo XIII que se trasladaban del campo a la ciudad, moriscos granadinos expatriados tras la guerra de las Alpujarras, gitanos que en pocas generaciones habían mudado el Imperio Otomano por el valle del Guadalquivir, criptojudíos que por la vía de la asimilación aparente habían logrado eludir las expulsiones, negros y mulatos que cambiaban la relativa comodidad de la esclavitud por la incierta condición de liberto y a ellos se sumaba toda la tropa de buscavidas que desde los cuatro rincones del reino viajaban a la ciudad de las oportunidades, para lograr con suerte el paso a las Indias o para medrar si no entre los afortunados... Ese era el grueso del público de aquel teatro de costumbres, la correa de transmisión que sacaba a las plazas y malecones las picantes coplas de los entreactos.
El arte popular alimenta a la misma clase de la que se nutre para su inspiración y para ello no hay mejor ejemplo que el del jaque Escarramán. Al parecer era este un personaje real del hampa sevillana de la segunda mitad del siglo XVI que acabaría sus días condenado a galeras. Eran tan conocidas sus hazañas que su nombre sirvió para denominar una versión lasciva del baile de la Zarabanda y personajes de su mismo nombre y tipo aparecen en multitud de obras literarias del Siglo de Oro. La filóloga Elena di Pinto ha rastreado la presencia de este “corpus escarramanesco” que viaja por las letras hispanas desde finales del siglo XVI a principios del XVIII y que toma cuerpo en la pluma de autores como Quevedo, Lope o Cervantes.
Por los mismos años en que se popularizaba en Sevilla y Cádiz el baile del Escarramán se producía en las costas de Gran Bretaña el naufragio de la armada invencible, principio del principio del fin de la hegemonía española en el mundo. En las décadas siguientes los validos de los últimos reyes de la Casa de Austria se enfrentarían al conflicto en los Países Bajos auténtica sangría monetaria y militar, a la expulsión de los moriscos lo que a la postre condenaría a las economías del arco mediterráneo, a los pronunciamientos independentistas en Cataluña, Portugal, Andalucía... La paz de Westfalia en 1648 dejaba sola a la monarquía española frente a Inglaterra y Francia, la paz de los Pirineos en 1659 la dejaba supeditada frente a esta última y con la independencia de Portugal en 1665, Inglaterra empezaría a cuestionar el poderío marítimo español. Ese mismo año ascendería al trono el último de los Habsburgo, Carlos II “el hechizado”, viva representación de la decadencia del Imperio. La perdida del monopolio atlántico y las sucesivas bancarrotas de la costosísima administración se acababan dejando sentir en las clases populares de modo que quien antes gozaba ahora sólo vivía, quien antes vivía empezaba a malvivir, y la miseria, la peste y el hambre acababa por golpear a los más desfavorecidos. La Sevilla del XVII, que sufrió a mediados de esa centuria una epidemia que redujo su población a la mitad, se había vuelto dramáticamente barroca... Con un comercio venido a menos por la competencia del puerto gaditano y los piratas británicos y franceses, uno de cada seis habitantes de la ciudad pertenecía al clero: Una cama y un plato de comida al fin y al cabo.
Incapaz de generar descendencia el hechizado dejó el trono español en manos del rey francés quien sentó en él a su propio nieto, Felipe V. Con los borbones España entra en la órbita geopolítica de Francia y se abre culturalmente a las nuevas ideas de la Ilustración. El nuevo impulso legislativo, económico y tecnológico encontrará durante las siguientes décadas fortísimos obstáculos en el bajo clero y las clases populares, que se acabarán distanciando más y más de las elites. Mientras que en la corte y los palacios triunfan los modales afrancesados, el clasicismo y la ópera instaurada por Farinelli, en las iglesias y las calles se prorrogan las expresiones religiosas y artísticas del Barroco; mientras que el despotismo ilustrado dicta normas en pos del progreso humano, el pueblo pugna por conservar sus tradiciones y costumbres... Esa perpetua tensión termina de estallar en 1766 durante el motín de Esquilache, cuando los áureos proyectos de los gobernantes chocaron con los estómagos vacíos de los súbditos. Más allá de la difícil situación de abastecimiento de trigo y del detonante que supuso bando de sombreros y capas, aquella revuelta tuvo una importante componente xenófoba dirigida contra el séquito extranjero del rey Carlos III.
Cuando no tomaba las calles, ese mismo público corajudo e irascible se entretenía asistiendo a corridas de toros o a obras de la tonadilla escénica. Derivaba ésta de aquellas jácaras del Siglo de Oro que en manos de los académicos pulieron sus bravíos aires folclóricos, alargaron su duración y cobraron preeminencia en el desarrollo de las funciones. En los dos intermedios de las tres jornadas o actos típicos de la comedia española se acabaron incrustando piezas que acabarían acompañando y desplazando al entremés y el sainete tradicional y terminarían por configurarse como auténticas obras de un solo acto. Elemento sustancial de la tonadilla escénica era el caracter castizo de sus protagonistas; de 1769 data el famoso sainete de Ramón de la Cruz “Manolo”, una versión dieciochesca del Escarramán del Siglo de Oro que parodiaba las por entonces exitosas comedias heroicas. Como contraposición a la gracia natural, el descaro y la vulgaridad de los manolos se presentaba a los petimetres, caricaturizaciones exageradas de jóvenes pretenciosos en sus vestimentas y modales aristocráticos. Paradójicamente entre los jóvenes nobles de la época se extendía la moda casticista fenómeno análogo al de los donjuanes y burladores de la época de esplendor del Imperio.
Por su parte la tauromaquia vivió por estos años el auge del toreo a pie. Frente a las lanzadas de los caballeros el público prefería las arriesgadas suertes de los mozos y subalternos, por lo general individuos de extracción pobre que encontraban de ese modo un medio de promoción social. En Ronda y en Sevilla aparecen las primeras figuras de la historia del toreo: Los Romero, Costillares, Pepe-Hillo... La fiesta se extenderá desde estas plazas a otros pueblos y urbes andaluces y desde allí a la Corte y al resto de España.
La última década del siglo será la de la Revolución Francesa y es el miedo al contagio el que lleva al nuevo rey Carlos IV a encomendarse al aislamiento como cortafuegos frente a los desórdenes. Cuando en 1799 el monarca decreta la prohibición de cualquier representación teatral o musical en lengua extranjera está asestando un tiro de gracia a la ópera y facilitará que la tonadilla se hipertrofie apropiándose de todo el escenario. Los valores propios de los antihéroes populares calan hasta el punto de que la canción más exitosa de aquellos tiempos, “El Polo del Contrabandista” no es sino la semblanza de un delincuente. No es de extrañar que cuando el pueblo se vio sin monarca durante las rocambolescas abdicaciones ante Napoleón se convirtiese en el alma viva de la nación, frente al afrancesamiento de las clases medias y altas. El desarrollo y el desenlace de la Guerra de la Independencia condenó definitivamente aquellos valores iluministas y revalorizaron el atractivo telúrico del majo.
Tras la turbulenta década que corre desde la derrota definitiva de Napoleón y el final del trienio liberal, el reinado absolutista de Fernando VII se asienta definitivamente, y a partir de 1830, con varias décadas de retraso, eclosiona el Romanticismo en España. Ahora serán los nacionalismos los que ganen el alma de los poetas frente a la fraternidad universal, los sentimientos frente a la razón, lo popular frente a lo burgués. En la literatura aparecerá el género costumbrista que registrará para la posteridad las primeras escenas protoflamencas. En pintura y grabados veremos a majos, manolos, chulapos y, de manera especial, gitanos, que serán vistos como encarnación de la libertad humana, de la autenticidad vital. En música triunfará en la Corte el género andaluz, reverdecimiento de temas y tonadas de la vieja tonadilla escénica aunque al contrario que en ésta ahora la mayoría de autores no son andaluces, de modo que el resultado final acaba resultando artificial. Mientras por las tierras del norte los requetés carlistas ponían en entredicho la autoridad regia, la Madrid de la corte isabelina era un pujante hervidero de gentes de toda España, en especial del sur. Toreros, cantaores, bailaoras, “los de la afición” subían y bajaban a diario por la calle Alcalá tal y como reza la copla y el nuevo nacionalismo español adoptará de la cultura andaluza muchos elementos que serán compartidos durante el siglo siguiente.
En ésta época aparece el término flamenco más como definidor de una actitud vital (la del pícaro, la del jaque, la del manolo, la del gitano) que como medio de nombrar un estilo musical. Para que adquiera este segundo uso deberemos esperar al último tercio del siglo XIX cuando la pervivencia de ese género andaluz entre las clases marginales, y muy acusadamente entre los calé, acabe generando el corpus musical que las primeras grabaciones canonizan y salvan para la posteridad. El pícaro que entonaba zarabandas o chaconas, el jaque que cantaba jácaras, el manolo que bailaba el fandango, el majo que se lucía por seguidillas, acabaron desembocando en el flamenco que interpretaba polos, cañas, serranas y livianas, soleares y seguiriyas, tangos y jaleos. Una misma actitud vital a lo largo de varias generaciones, una misma estructura rítmico-armónica en diferentes estilos...
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