LA PROFESIONALIZACIÓN DEL FLAMENCO: EL CAFÉ CANTANTE

            Hablar de profesionalización del cante es hablar, necesariamente, del café cantante. La referencia más antigua la hace el cantaor Fernando de Triana que menciona la apertura en 1842 del primero de ellos en la calle Lombardos, en Sevilla (actualmente Castelar), a extramuros, en el barrio del Arenal, junto a las zonas portuarias y el compás de la mancebía. La fecha, veinticinco años antes de la apertura del primer café concierto en París, nos habla de un fenómeno más entroncado con las tabernas y las ventas de la Baja Andalucía que con la Belle Epoque. Sin embargo la precariedad de la fuente (la memoria de un cantaor que lo escribe noventa años después), nos obliga a ser prudentes, de modo que no sabemos si el de los Lombardos era un auténtico café cantante, o sólo una taberna emblemática para los de la afición.
            
No obstante Sevilla, como toda España, no pudo sustraerse a la moda parisina y a partir del último tercio del siglo XIX se abren por todo el país multitud de cafés cantantes, si bien con mayor abundancia en Andalucía que en otras partes del país.
-En la capital destacaron el Burrero, el Salón Filarmónico, el Variedades, el Café de la Marina, el Cagajones, el Café San Agustín...
-En Triana, el Tejar Chamusquino y el Monte Pirolo. -En Jerez, el del Conde, el Vera Cruz,  La Primera, Caviedes, Rogelio, Junquera...
-En Málaga, el Turco, Chinitas, España, La Loba, el Sin Techo...
-En Cádiz, la Jardinera y la Filipina
-En Córdoba, Salón Ramírez, La Bombilla, el Gran Capitán...
-En Granada, café de Cuéllar
-En Madrid (principal destino de la época de la emigración andaluza), la Bolsa, el Barquillo, el Imparcial, Naranjero, el Brillante, Don Críspulo, la Encomienda
-En Bilbao el café San Francisco.
-En Barcelona, Manquet, Casa Juan, Villarrosa...

Más allá de las grandes ciudades el fenómeno también se extendió en Andalucía a las grandes agrovillas y a entornos más rurales, si bien a menor escala, con menor refinamiento y dedicados casi exclusivamente a los cantes locales.

Pero para la historia del flamenco hay uno que en sí mismo tiene casi tanta importancia como todos los demás juntos: El Salón Silverio. Su primer asiento fue en la calle Amor de Dios, en Sevilla, trasladándose posteriormente a la calle Rosario. Lo regentaba el que ha sido una de las máximas figuras del cante de todos los tiempos, Silverio Franconetti y Aguilar, del que necesitamos hacer una pequeña semblanza biográfica para terminar de entender su trascendencia.

No era gitano. Su padre era romano y su madre de Alcalá de Guadaíra, y se crió en Morón de la Frontera, donde empezó a trabajar desde los diez años en la sastrería familiar, cerca de una fragua gitana. Allí aprendió a entonar los cantes al estilo gitano (no en vano se le consideraba el mejor siguiriyero de la época) y tuvo la suerte de que el Fillo en persona le animase a profesionalizarse. Persona inquieta, ambiciosa y emprendedora, le dio el disgusto a su madre de irse a recorrer mundo. Primero como cantaor a Sevilla y Madrid, después como picador de toros en Argentina, acabando como militar de graduación en Uruguay. Regresó a España en 1864 con la intención de sacar del anonimato los cantes andaluces, retomando su carrera con singular éxito, hasta el punto de que llegó a actuar en dos ocasiones frente a Isabel II. De esta época data una anécdota muy sustanciosa, que si no es verídica más indicativa resulta por lo simbólico; cuenta Demófilo que cantando de incógnito frente a una concurrencia gitana, en el arranque de su siguiriya el público lo reconoció y lo jaleó, a pesar de que había estado más de diez años fuera.

Precisamente al de Morón se le hacía autor de un cante propio, la “siguiriya de Silverio”, una versión de la seguidilla gitana, necesariamente aprendida entre los calé pero cuya personal interpretación lo hacían un cante nuevo. Estamos hablando de una época donde está bien documentado (en testimonios literarios y musicales) que la seguidilla gitana no es más que una seguidilla española bailable, en modo mayor y cuya temática es de tipo gitano. Las primeras fuentes en las que se hace equivaler la palabra seguirilla con seguidilla gitana con playera y referidas a un cante en modo frigio de temática dramática, son ya de la década de 1880, es decir cuando el fenómeno del café cantante está en su apogeo. ¿Pudiera ser la siguiriya flamenca creación personal de Silverio a partir de un cante gitano emparentado con la música morisca y custodiado por los gitanos trianeros (recordemos la presencia de el Fillo en la fragua de Morón) en el período intermedio que va desde la persecución de los moriscos ocultos a la aceptación popular de lo flamenco? Ello explicaría  a la vez tanto el que él lo aprendiera de los gitanos, como que fuese reconocible su estilo personal por estos, como que hasta finales del XIX no tuviese nada que ver con el resto de seguidillas.

Y es que tras once años de experiencia empresarial compartida en el café el Recreo, en 1881 Silverio abre el suyo propio y él será la máxima figura del mismo, pero también el promotor de muchos cantaores más jóvenes cuya obra tardía es registrada en los albores de las grabaciones. El principal de todos ellos, Don Antonio Chacón, en quien verá su más digno heredero, se caracterizará también en ser un cantaor largo, transmisor del bagaje musical andaluz pero reinterpretándolo a su manera.


Sabemos por Fernando de Triana que en el café de la Bolsa en Madrid, el público prefería a Juan Breva, un cantaor de tercios más cortos y asequibles para el público general, pero sin embargo en Sevilla la gran estrella, el mandamás del estilo, el cantaor que retaba a todos los demás en el palo que quisieran era Silverio, lo que indica claramente que en el sur existía un gusto musical muy diferenciado que coadyuvó para que en el apogeo de la profesionalización el flamenco terminase de cristalizar en el genero musical que después fue fijado con las grabaciones. La impronta que le imprimió a la siguiriya pudo ser sólo una de las recreaciones que de otros cantes acometió el de Morón, del mismo modo que tenemos la prueba en las versiones personales de malagueñas o cantiñas que realizó Chacón. Sabemos que cuando éste cantaba en su café el viejo cantaor se conmovía sinceramente y esto, unido a la constancia que tenemos de que en Madrid gustaba menos su estilo, nos ayuda a pensar que aunque ganase dinero con su salón, en Silverio debió primar ese deseo juvenil de no traicionar su misión de dar a conocer los cantes de su tierra.

Pero, ¿cómo había surgido ese gusto musical que acabó permitiendo que los cantos de gitanos y los folclóricos andaluces acabasen siendo ejecutados con el mismo ritmo, en el mismo modo y con parecidas estructuras armónicas? Ya vimos que Rodríguez Marín temía por la contaminación gitana sobre la música popular andaluza a la misma vez que Demófilo se lamentaba de la decadencia del cante gitano por su agachonamiento. Aún hoy, buena parte de los flamencólogos fijan en la época del café cantante el momento en que lo gitano puro se separa de lo andaluz, pero lo cierto es que abundan los testimonios que indican que dicha pugna antitética se remontaba a décadas atrás.

Podríamos volver a la Gitanilla para hablar del agachonamiento del cante gitano, pero nos conformaremos con situarnos en las décadas anteriores a la apertura de ese café de los Lombardos. Las descripciones de Borrow o de el Solitario nos hablan de que ya entonces los gitanos organizaban fiestas privadas para publico gaché y el aspecto y la comitiva musical de el Planeta se corresponde con la de un músico profesional desahogado  con experiencia en escenarios. Sin embargo en la famosa escena entre éste y el Fillo, lo que se deduce no es que el segundo sea el conservador de unos cantes puros más antiguos sino el continuador de una nueva revolución estilística, probablemente iniciada y cultivada por gitanos. Todos los testimonios que nos hablan de cantes gitanos celosamente aislados del público general son posteriores, y el chusco reproche de la Andonda, que también era gitana, indica que aún mucho tiempo después de aquel baile en Triana que relataba Estébanez Calderón, ese estilo no era mayoritario entre los gitanos.

Los testimonios de los viajeros de la primera mitad del XIX nos hablan de esos cantes  preflamencos en ventas, haciendas y tabernas como esencialmente improvisados, o al menos con una gran libertad de ejecutoria por parte de los artistas, que eran capaz de retarse los unos a los otros, inventando sobre la marcha coplas que acomodaban a ese esquema armónico y melódico. Después el efecto de transmisión de esas coplas tras un éxito momentáneo permitiría que se popularizaran. Para entenderlo pongamos el ejemplo de los chistes; el efecto cómico de un chiste suele recaer en algún tipo de contrasentido absurdo, en alguna frase ingeniosa dicha a tiempo o en una historia tragicómica que induce a un patetismo jocoso. Siempre hay alguien que a partir de uno de estos efectos inventa una narración básica que es fácilmente relatada y recordada. Al pasar de boca en boca, el efecto cómico y la esencia de la narración se conservarán, pero muy pronto los detalles, la ambientación o el lenguaje usado variarán, especialmente si caen en manos de algún cuenta-chistes con ángel, de modo que lo que nació espontáneamente como un gag cómico de efecto inmediato, se ha revestido de una narración que lo convierte en una pequeña obra literaria de estilo propio. El individualismo del cante flamenco habría permitido, si no la creación instantánea, sí una cierta capacidad improvisatoria dentro de unos esquemas relativamente fijos y comunes, así como la elección ad libitum de las coplas y motivos.

Cuán generalizadas estuvieran estas reuniones flamencas es difícil de calibrar, sobre todo si tenemos en cuenta que de todos modos, el flamenco o lo preflamenco fue siempre algo marginal, pero los inicios en el cante de Don Antonio Chacón podrían ilustrarnos mucho. Al igual que le sucedió a Silverio, el joven Antonio prefería la vida artística al negocio familiar (en este caso una zapatería) y decidió unir sus ilusiones a las de los hermanos Javier y Antonio Molina, los cuales deseaban dedicarse al toque y al baile. El trío de adolescentes partió de Jerez y se dedicaron a recorrer los pueblos de Cádiz y Sevilla, llegando hasta Zafra incluso. La suerte de poder actuar frente a Enrique el Mellizo cambió su vida artística, iniciándose su vida profesional. Lo interesante de sus andanzas es el testimonio de que lograron actuar en todo tipo de pueblos y aldeas, a veces a cambio de dinero, otras a cambio de comida, unas veces en tabernas, otras en cafés y aún en casinos. Como indica Mario Penna, el hecho de que tres jóvenes se echen al campo para buscarse la vida cantando, y el hecho de que lo hagan con tanta profusión, nos proporciona el testimonio de que en Andalucía existía un mercado secundario o terciario para artistas jóvenes o de segunda fila, de modo que la costumbre de escuchar flamenco en un establecimiento público estaba muy generalizada.

Lo único que hizo el café cantante fue ir dando oportunidades a aquellos que por sus dotes destacaban sobre el resto, unas veces fijando los cantes (sin que ello suponga necesariamente una transformación), otras veces mezclando los estilos, siempre con la presencia de Franconetti en el oído del aficionado. La incorporación de ese legado gitano que bien pudo haber nacido no antes de mediados del XIX, se fue realizando a medida que surgían cantaores excepcionales que además de imprimir un sello personal cualitativamente apreciable a estos cantes, supieron adaptarse y ejecutar aquellos que el publico prefiriera, pero siempre desde la calidad musical, pues la exigencia suele conducir al refinamiento. En los barrios gitanos quedaron muchos cantaores semiprofesionales de escaso éxito, la mayoría de ellos por carecer de aptitudes musicales brillantes, y la mayor parte de ese legado musical no tuvo una oportunidad comercial hasta el revisionismo gitanista de la segunda mitad del siglo XX, en que se impuso la tendencia de considerar cualitativamente peores aquellas excelencias musicales del pasado. 

LOS GITANOS ESPAÑOLES DESDE EL SIGLO DE ORO HASTA EL XIX

            Ya hablamos de cómo los gitanos habían llegado a España, cómo habían sido sus primeros dos siglos en suelo peninsular y cómo buena parte de ellos habían acabado asentándose en barrios a las afueras de las ciudades, mezclándose con población marginal. Los dos siglos siguientes, los que llegan hasta la época del café cantante, y por tanto aquellos correspondientes a la época en que se supone que se gestó el flamenco, quedan reflejados en multitud de obras literarias de donde podemos entresacar conclusiones sobre cómo y dónde vivían los gitanos y cuál pudo ser su aportación a la conformación de dicho arte.
          
  Una de las fuentes más consultadas por los flamencólogos a la hora de iniciar ese recorrido es la novela “La Gitanilla” de Cervantes. En ella se nos presenta un fresco histórico de lo que pudo ser el típico asentamiento gitano a las afueras de una ciudad (en este caso Madrid) a inicios del XVII. Más allá del contenido literario de la obra y de los juicios de valor que Cervantes expresa acerca de los gitanos, encontramos información profusa bastante concordante con testimonios anteriores y posteriores y provenientes de un autor que por su ascendencia tenía cierto conocimiento de causa. Destaca, por ejemplo, la presentación de estos gitanos más como una casta que como una raza; era tema de la época, donde se sospechaba (y en algunos casos se sabía) que entre los gitanos ambulantes había una determinada proporción conformada por moriscos clandestinos y por delincuentes perseguidos. Cervantes ejemplifica esto con el galán de la protagonista que no siendo gitano es aceptado como tal a condición de aceptar las reglas internas del grupo. Siete u ocho generaciones más tarde algún gitano confirmará a Borrow su parentesco lejano con gentes de la morería.
           
Pero sigamos con la Gitanilla. En ella se describe la típica cuadrilla de gitanos que se ganaba al vida a base de montar espectáculos callejeros. Solía ser liderada por una “capitana” o mujer de mayor edad, y en ella los hombres solían cantar, tocar algún instrumento y batir palmas mientras las mujeres bailaban o se dedicaban a vaciar las bolsas de los espectadores incautos. Una de las informaciones más destacadas que ofrece Cervantes es el repertorio de cantes y bailes ejecutados por Preciosa, la protagonista: Villancicos, coplas, seguidillas, romances, zarabandas... Todos ellos grandes éxitos de la época cuyo origen sabemos bien por otras fuentes que no son de origen gitano. Queda la excepción del “pisaré el polvito” (una variante menos acrobática del primitivo zapateado)  junto a la “Dina, Dana” (un estribillo muy popular) que aunque pudieron no ser gitanos de origen, no tenemos testimonio más allá de ellos. Arcadio Larrea documentará hasta veinticuatro bailes diferentes ejecutados por gitanos en la tonadilla escénica, más de un siglo después, y la mayoría de ellos seguirán siendo, o de origen negro, o del folclore español.
           
Por tanto una primera conclusión: No sabemos en qué proporción lo gitano es esencial, necesario o accesorio en el nacimiento del flamenco, pero si podemos deducir que muy poco del bagaje musical propio de los calé pasó a ese fondo común.
            
Sabemos por un documento oficial sin fecha ni autor que se puede datar de finales del XVI-inicios del XVII (es decir la época de ambientación de la Gitanilla) de la división de los gitanos del reino en dos grandes grupos. El primero de ellos es el de los egiptanos, que a tenor de dicha fuente “vinieron con los moros”, lo cual refleja un estado de opinión muy común respecto a los calé, pero cuyo fundamento pudo estar en que este grupo fueran los descendientes de aquellos primitivos peregrinos del Pequeño Egipto que llegaron en el siglo XV. De ellos se dice que son perezosos, engatusadores, que visten a sus mujeres con rodetes y mantones y que tienen afición al chalaneo y el trato con caballos. El segundo grupo sería el de los grecianos, que llegarían después (y donde la memoria del asentamiento griego aún estaba presente) y probablemente eran descendientes de muchos de aquellos gitanos esclavizados por los voivodas y que lograron emanciparse varias generaciones después de la aparición en el imperio del conde Emaús.  De estos se dicen que visten de otro modo, que conservan la tradición herrera que les sumió en la servidumbre en los Balcanes y que son más tendentes al robo y la violencia. Además se menciona la desconexión entre ambos grupos, que no tienen trato ni emparejamiento con el otro.
            
No es de extrañar que con el goteo continuo de bandas de gitanos desde otras partes de Europa, la promulgación de pragmáticas no cesara. Muy probablemente la mayoría de los gitanos llegados a España fueron errantes en las primeras generaciones, se asentaron diferenciadamente en las siguientes, y se asimilaron del todo en las posteriores, desapareciendo como grupo étnico. Pero siempre los hubo sin asimilar o andarríos, probablemente porque no dejaron de entrar durante la mayor parte del tiempo, justificando no sólo esa división entre gitanos egiptanos y grecianos, sino también entre gitanos españoles y catalanes, o entre gitanos verdaderos y moriscos camuflados. Precisamente por esto último en la pragmática de 1633 se prohíbe el uso de la palabra “gitano”, y pudo ser una de las causas de la aparición del término “flamenco” como sinónimo; en ella además se les prohíbe vivir en barrios aislados o en asentamientos de chabolas, de modo que se propició por esta época su aparición en arrabales como Triana, donde pasaron a formar parte del común de gente pobre.
            
El goteo de pragmáticas continúa: 1692, 1705, 1708, 1717... En esta última se excluyen su asentamiento en ciudades como Sevilla, Granada, Cádiz, Barcelona o Valencia, donde ya eran bastante abundantes y se les conmina a vivir de labradores. En la de 1745 se insiste en que tomen domicilio y se presiona a los oficiales para que los persigan aún cuando se acojan a sagrado. En la de 1783 reciben el trato de españoles comunes por parte de Carlos III quien, sin embargo, les prohíbe que ejerciten ciertas profesiones como el trato de monturas o la profesión de ventero. Y es que en su viaje por España, Joseph Townsend confirma que en el XVIII la mayoría de las posadas y ventas eran  regentadas por gitanos, y que en ella se daban cita todo tipo de malhechores y gentes de mal vivir, los cuales frecuentemente trabajaban en comandita con el propietario del establecimiento... No obstante todo ese siglo de reformismo borbónico tuvo un efecto de mejora general de las condiciones de vida, lo que añadido al refinamiento excluyente de la elite afrancesada hizo al gitano y su arte más atractivo durante el período romántico posterior, lo que permitió a los mejores progresar profesionalmente.
            
El triunfo del majismo se fue gestando como contraposición a los petimetres bien pensantes de finales del XVIII y tuvo su éxito absoluto con la Guerra de la Independencia. Después la llegada del ciclo de Guerras Carlistas favoreció que el campo se llenase de proscritos y por tanto el auge del bandolerismo, de modo que afloró en el entorno de las ventas y en los colmaos todo un submundo clandestino conformado por gitanos y no gitanos que acabó siendo excitantemente atractivo para la clase dirigente hedonista y adocenada de aquella España absolutista donde el Romanticismo llegaba con décadas de retraso. En esta época las coplas y las zarzuelas ven aparecer multitud de personajes de ese submundo que se erigen en protagonistas de historias intensas y peligrosas, en héroes románticos en definitiva. 


Precisamente de la década de 1830 data la primera mención de la palabra flamenco, de la mano de George Borrow, pero no como adjetivación de una música, sino de una casta social y del lenguaje con el que ésta se expresa. La interconexión tan fluida que existió siempre entre el mundo del flamenco y el de los toros arranca en este momento, cuando el torero se erige como síntesis palpable y socialmente exitosa de todos esos valores. La utilización de la palabra flamenco para definir un estilo musical tendrá que esperar al menos otros 30 años más, ya en plena época del café cantante.
            
En su obra “Los Zincali: Los gitanos de España”, Borrow arremete contra “los de la afición”, gente subyugada por ese mundo gitano hasta el punto de que incorpora multitud de palabras del vocabulario caló a su jerga de nuevo cuño y llegan al paroxismo de componer, en métrica castellana, coplas escritas en un caló artificial que ni los propios gitanos acertaban a entender del todo.
            
Pero la fuente literaria más minuciosamente estudiada por los flamencólogos es obra, precisamente, de un alto funcionario del estado que emplea su tiempo libre en describir sus visitas a ese submundo. Estamos hablando de las “Escenas Andaluzas” de Serafín Estébanez Calderón, alias “El Solitario”, una recopilación de relatos costumbristas. En uno de ellos nos representa una reunión verídica o fantaseada donde se nos presenta a algunos de los cantaores más destacados de aquel siglo, a tenor de las referencias posteriores del folclorista Demófilo. Destacan particularmente dos. 


El primero de ellos es El Planeta, cantaor gaditano afincado en Sevilla al que se le describe como arquetipo del majo triunfador depositario de la música tradicional. El segundo de ellos, El Fillo, cantaor gitano del Puerto al que se le describe como un desarrapado seducido por una nueva forma de cantar. El resto de los asistentes son cantaores documentados en fuentes posteriores, varios de ellos gitanos, si bien el Solitario no menciona que canten en caló ni atribuye origen gitano a ninguno de los cantes ejecutados. Arcadio Larrea lo atribuye a su filoarabismo, dado que poseía una cátedra en árabe. Pudiera ser.
            
Aparquemos por un momento esa lucha antitética para enumerar algunos aspectos descriptivos de aquella reunión protoflamenca:
           
            -Instrumentos utilizados: Vihuela maestra (ejecutada por el propio Planeta), varias guitarras (para acompañamiento, no para sólo), una tiorba con teclado corrido (una especie de laúd de grandes dimensiones), dos bandurrias, un discante de pluma (especie de guitarrilla aguda), dos platillos y un chicuchín militar.
            -Lista de bailes citados por el Solitario: Bolero, fandanguillo de Cádiz, la tana, malagueña, caleseras, zorongo, cachirulo, rondeña, hierbabuena, zapateado, charandé, el ole, granaina y seguidillas.
            -Lista de los cantes: La caña (que el Solitario hace tronco de todos los cantes), corridos, serranas, tonada de los panes, polos de punta, polo de Tobalo, tonadas sevillanas, jabera, tonadas y petenera.
            
La información es muy significativa  por lo extraña que resulta. Entre los instrumentos vemos una aparatosidad y un arcaísmo a años luz de la simplicidad del escenario flamenco compuesto por cantaor+guitarra+palmas. Entre los bailes vemos algunos supervivientes de la tradición negra, algunos bailes populares ya desaparecidos o caídos en el desuso y algunos que ya sólo se cantan. Entre los cantes vemos lo mismo, un repertorio de estilos que ya hace un siglo se consideraban anticuados y que sólo el baile y las antologías mantuvieron vivos hasta hoy. Una conclusión provisional, aunque no única ni definitiva, es que lo mismo que dos siglos atrás, los gitanos interpretaban todo tipo de música que estuviese de moda en su tiempo y que todo ese parentesco musicalmente demostrable entre los palos ejecutados en la época de las grabaciones y los del siglo XIX parecen tener un origen escénico.
            
Ahora bien. Sabemos que el Fillo, al que los flamencólogos gitanistas hacen el primero de los cantaores modernos, estaba en esa reunión, pero hay indicios para pensar que en ella ejecutaba parte de su arte, pero no todo. Es famoso ya el reproche que el Planeta (que si no es más veterano si parece tener ascendiente artístico sobre él) le hace acerca del nuevo estilo que cultiva: “Te digo Fillo que esa voz del Broncano es crúa y no de recibo, y en cuanto al estilo, ni es fino, ni de la tierra [...] te pido que no camines por sus aguas y te atengas a la pauta antigua, y que no salgas un sacramento del camino trillado”. El tal Broncano no está documentado en ninguna otra fuente a pesar de su revolucionario estilo, por lo que todo indica que, como sostiene Arcadio Larrea, es una alusión velada a algún otro cantaor famoso, aunque no es de descartar que se tratase de un artista tabernero semiprofesional o incluso de un artista foráneo o, al menos, no andaluz. Más chusca, es la letra de soleá, a veces cantada por bulerías, referida a La Andonda, una cantaora  gitana famosa por sus soleares y que siendo aún muy joven fue pretendida por el Fillo:
            
            La Andonda le dijo al Fillo,
            ¡Anda, vete gallo ronco
            a asustar a los chiquillos!

Chuflas aparte es de destacar como una cantaora, también gitana, y de un palo que se conforma por los años en los que ella ejerció, le echa en cara al veterano cantaor lo poca musicalidad de su voz.
            
Este enfrentamiento arquetípico abre la duda de si pudo existir en los inicios del arte flamenco un fondo musical popular ajeno al que triunfaba en los escenarios y que pudiera estar custodiado por gitanos, y que fuese la llegada de éstos al café cantante los que los popularizaran y mezclaran. Son muchos los testimonios literarios de aquel siglo que reparan reiterativamente en una “manera gitana” de interpretar diferentes estilos musicales como el polo, la seguidilla o los jaleos. Traemos a colación al violinista gitano-húngaro Bihary, el cual sin saber solfeo era capaz de reproducir cualquier melodía tras una sola audición, pero lo hacía de manera imperfecta, sin poder evitar metamorsearla en una pieza cuyo soniquete remitía siempre a una sonoridad “zíngara”. ¿Significa esto que los gitanos crearon estilos nuevos a partir del fondo musical andaluz? Las investigaciones musicológicas de los hermanos Hurtado Torres descartan esta posibilidad. ¿Cabe la posibilidad de que se aportasen nuevas melodías o al menos variaciones afectadas y características sobre melodías anteriores pero sin cambiar su estructura armónica? Probablemente.
           
Por el cantaor e historiador Fernando de Triana tenemos el testimonio de que en su barrio, en plena época del café cantante, algunos cantaores gitanos ejecutaban en tabernas y colmaos variedades de cantes que nunca subían al escenario y que sólo ejecutaban a voluntad cuando la asistencia era calé, o al menos de su agrado. Esta referencia a lo puro o lo jondo ha sido traída a colación por algunos flamencólogos gitanistas que encuentran en estas reuniones de cabales la confirmación de que buena parte del flamenco era tradición exclusivamente gitana que fue destilándose hacia el público lentamente a través de los tablaos de los cafés. Sin embargo, dicha referencia se ubica en un período en el que la profesionalización del cante es ya un hecho, de modo que no se documenta que puedan ser anteriores a la generación que los ejecutaba (como el Hip-Hop no existía antes de los 70, ni el Rock antes de los 50). Además, la razón de que dichos cantes no se ejecutaran en el café pudo ser que la solemnidad, la monotonía o la falta de destreza lírica de los artistas lo hiciesen poco atractivos al público: La marginalidad siempre opera desde la cultura dominante.
           
La obra de Zugasti, que es 30 años posterior a la del Solitario y contemporánea por tanto del café cantante, describe escenarios y protagonistas similares con algunas salvedades a destacar. La primera es la filiación de la Caña con las cañas de manzanilla, probablemente una guasa no advertida por el escritor madrileño. La segunda es la mención como tonada en genérico a toda copla cantada, como aludiendo al protagonismo de la melodía a la hora de diferenciar estilos. La tercera es el recopilatorio de cantes y su contexto, ubicando a las soleares junto a las carceleras, refiriendo una seguidilla gitana que no es siguiriya pero mencionando a cambio a la playera como cante quejumbroso, enumerando además otros como las taberneras, los tangos o los toros del Puerto; de nuevo mezcla de estilos conocidos y desconocidos. Y la cuarta es la separación que hace entre bailes de diversión (tangos, mollares, fandangos, villanos, encorvadas...) y los de espectáculo (bolero, zapateado, vito..) ejecutados por profesionales. Aquí se observa que precisamente aquellos bailes de diversión (alguno de los cuales ya conocen los escenarios desde mucho tiempo atrás)  son los que sobreviven en el flamenco posterior, arrojando más tensión a la dualidad profesional-popular. Sin embargo, la conclusión más evidente es que el paso de las décadas modificó muy poco lo sustancial de aquel arte (que ya por entonces sí era conocido como flamenco) y que bien pudieron ser el café cantante y las grabaciones los que cerraran un canon que hasta ese momento nunca estuvo fijo.
            
Sin querer entrar de lleno en la época del café cantante, que tendrá capítulo aparte, si conviene terminar este recorrido con los testimonios de dos autores coetáneos que dedicaron esfuerzos compartidos a rescatar miles de coplas folclóricas y que sostenían posturas dicotómicas sobre la presencia de lo gitano en el cante andaluz mientras asistían a las actuaciones en el Salón Silverio.
            
El primero de ellos es Antonio Machado Álvarez, alias “Demófilo”, padre de los poetas Antonio y Manuel. En el año 1881 publica un recopilatorio de coplas flamencas transcritas directamente desde la ejecución de los artistas y con la colaboración de Juanelo de Jerez y Silverio Franconetti, máxima figura de la época. Sin embargo el mayor valor documental de su libro es la introducción explicativa  y la relación final de cantaores notables elaborada a partir de la información facilitada por los artistas, y que se remonta a las últimas décadas del siglo XVIII, si bien con un sesgo acusado hacia los paisanos de sus informantes. En el prólogo Demófilo sostiene la idea de que el flamenco, o el menos lo más puro y auténtico de él, es  un arte propio de los gitanos, nacido y  trasmitido de generación en generación en las tabernas y ventas frecuentadas por los calé. Ayudó en esa conclusión el hecho de que la gran figura Silverio, aún siendo un gaché de ascendencia hispano-italiana, reconociera que aprendió el cante escuchándoselo a gitanos en su Morón natal.  Por él tenemos el testimonio de que en aquella época, cuando se le pedía a un cantaor que cantase por lo gitano (lo fuese este o no),  solía acometer el canto de la siguiriya la cual conecta directamente con aquella playera quejumbrosa de Zugasti. Aumenta la nómina de cantes estrictamente flamencos a otros como el martinete o la debla. Cabe la posbilidad de que en este caso concreto las melodías de la siguiriya y las tonás fueran descendientes de algunos de aquellos cantos que los moriscos trianeros legaron a los gitanos durante sus 40 años de convivencia (y aún más si tenemos en cuenta la posible fracción que pudo emparentarse con ellos). El secretismo con el que lo cantaban y escuchaban pudo arrancar en aquellos momentos en los que todo vestigio morisco debía ser celosamente disimulado. Fernando Carrillo Alonso encontró ejemplos de jarchas cuya métrica y algunos elementos estilísticos pasaron a villancicos, que a su vez guardaban grandes similitudes con siguiriyas flamencas de las que las separaba la longitud del tercer verso y para lo cual ponía ejemplos de terceros versos alargados a base de añadir expresiones como “compañera mía” o “mare de mi corazón”. Todo este terreno es muy resbaladizo, pero merece tenerse en cuenta.

Así mismo Demófilo lamenta que el ascenso del flamenco al café cantante producirá inevitablemente la decadencia de este por ahormarse al gusto andaluz (también refinado) de su auditorio y se queja de que no se escuchen sobre los tablaos aquellos cantos más puros, acaso los mismos que Fernando de Triana escuchaba en las trastienda de los colmaos, temiendo su desaparición. De manera profética Demófilo anticipa que el flamenco saldrá del café cantante como una especie de canon diverso y poliédrico de cantes y bailes de distinta procedencia y carácter, aunque conservarán el nombre y su vinculación con lo gitano. 

Justamente contraria es la tesis de su compañero Francisco Rodríguez Marín, el cual sostiene que el manantial  inagotable del pueblo andaluz, cuyas formas más puras serían aquellos cantes y bailes de origen campesino, se estaba degenerando por la influencia perniciosa que en el café cantante sufrían de la música de los gitanos y achacaba la culpa al turismo pintoresquista y romántico.

Ya en pleno siglo XX el lúcido escritor italiano Mario Penna se sirve de ambas tesis para elaborar una tercera que, probablemente, esté más cerca de la realidad. Durante la época del majismo la música andaluza que bebe y alimenta a la vez buena parte de la música culta de su tiempo se escinde para generar dos tradiciones folclóricas separadas, una más general, propiamente andaluza  y surgida de la interacción entre la ciudad (como depositaria de la tradición musical española) y el campo (guardián de viejas melodías), y otra gitana, surgida a partir de aquella en ambientes diferenciados y en la intimidad del pueblo calé, en sus fiestas y reuniones familiares, pero también en entornos semiprofesionales como pudieron ser las tabernas o las ventas (por entonces regentadas o frecuentadas por gitanos y otros grupos marginales). La confrontación de ambas en el café cantante produciría la interacción mutua que acabó con la refusión de ambas tradiciones en un mismo arte mestizo.

¿Nació ese supuesto folclore gitano de la conservación de modos interpretativos propios transmitidos de manera íntima y secreta? Cuesta creerlo cuando vemos tantos y tan reincidentes testimonios que apuntan a que en cada época los gitanos se dedicaron semiprofesionalmente a la música y que siempre interpretaron aquello que era gusto del público y que existen pocas concordancias musicales con otras tradiciones musicales de los gitanos europeos. ¿Cómo entonces los testigos de aquella época naciente coinciden en ir siempre a entornos marginales, preferentemente gitanos, a la búsqueda de esos cantes? No olvidemos que estos testimonios rara vez proceden de músicos profesionales en el ejercicio de su ciencia, sino de escritores y viajeros en pleno romanticismo, en una época donde entre la intelectualidad se ha afincado la idea de que lo puro del alma humana está más cerca de lo salvaje y lo emocional que de lo civilizado y lo intelectual y que sólo se cuenta lo que merece la pena ser contado. Eso, unido al desprecio que provocaba esa música entre los profesionales de su tiempo, hizo que se desaprovechara la oportunidad de poder fijar aquella tradición décadas o siglos antes de las primeras grabaciones. ¿Por qué, gitano o no, el flamenco es un fenómeno esencialmente andaluz cuando hay gitanos en otras partes de España? Pues porque sólo aquí existía esa “afición” surgida de la combinación de la molicie de la clase dirigente, de la ausencia de una burguesía numerosa y emprendedora,  del conservadurismo cultural de un pueblo que, además, había bebido de sustratos y adstratos más ricos. Los valores del majismo que triunfaron en toda España perduraron más en una región abocada a la decadencia económica y fueron retroalimentados además por la aparición del turismo pintoresquista  y por el interés de aristócratas e intelectuales. ¿Por qué entonces toda esa tradición musical presuntamente gitana se fue incorporando lentamente al repertorio flamenco, como guardando resistencia a una cultura dominante? Probablemente porque no interesaban unas modalidades musicales que resultaban más monótonas y menos atractivas que las que entonces triunfaban y que, además, eran ejecutadas por intérpretes semiprofesionales que no resistían la comparación con músicos mejor dotados y formados. Sería la aparición progresiva de cantaores excelentes en el entorno competitivo del café cantante el que acabaría por producir una selección artificial que elevaría aquellos cantos de colmaos y tabernas a un producto más estilizado y digno de expectación.

ANTECEDENTES Y DESARROLLO DE LA ESCUELA BOLERA

            A finales del siglo XVI, pero sobre todo a lo largo del XVII, los bailes populares hacen su irrupción en los escenarios, entrando a formar parte de entremeses y sainetes. Solían interpretarse en los intermedios o al final y en muchas ocasiones el éxito de estos bailes determinaban el de la obra entera, debido a que el teatro era por entonces el gran espectáculo en torno al que giraba la sociedad.
            
El público era mayoritariamente humilde, algo que siempre llamó la atención de los viajeros, que se cuestionaban cómo gente tan pobre priorizaba la diversión inmediata antes que otras necesidades básicas. No en vano el teatro nacional español nace en los patios de corrales y posadas, y la Sevilla del quinientos tuvo un papel central en ello. Este público de entonces no era, en lo que a la música se refiere, un espectador pasivo sino que intervenía activamente en el ritmo de la obra, a veces condicionando con sus peticiones el desarrollo del guión. Y es que también nos hablan los testimonios de la proverbial facilidad con la que surgía en Andalucía gente presta al baile, el cante o el toque, de modo que buena parte de los espectadores no eran gente común que buscaba entretenerse con bailes desarrollados por artistas, sino que eran artistas no profesionales que acudían a los escenarios a ver a gente que para su mismo arte estaban más dotados. Por tanto tenemos unos cantes y bailes nacidos en la calle que suben a los escenarios para desarrollarse y lucirse y muchos de los pasos o gestos artísticos de los profesionales retornaban a la calle de manos del espectador aficionado.
            
Por aquella época, si se tenían dotes musicales o dancísticas, sólo siendo gitano se podía aspirar a vivir de ello sin caer en la deshonra. Para el resto de la gente la profesión de cómico era algo necesario pero indecente, y de hecho la mayoría de las escuelas de baile reclutaban alumnos de entre gente pobre y dotada para el arte a los que se les atraía con comidas y trajes. También hubo gente acomodada que sucumbió a la tentación de la farándula, pero como dijimos, renunciando a su buen nombre.
           
He aquí algunos de los principales bailes que triunfaron en los escenarios y cuya música está en la raíz del arte flamenco:

La Seguidilla:
Nace en La Mancha en el siglo XV, a partir de coplas desarrolladas a partir del metro de la seguidilla poética, un género de arte menor. Desde allí se extiende a toda España, surgiendo multitud de variantes locales, destacando por su popularidad las manchegas, murcianas, madrileñas y sevillanas. Precisamente como sevillanas a secas acabarán evolucionando estas últimas.
Acabaron por convertirse en el baile popular español por excelencia, arrinconando a antiguos éxitos como la Zarabanda y superando en el siglo XIX al fandango, hasta el punto de que no había obra musical que no acabase con seguidillas.
Llevaba un compás de 3x4 y a veces de 3x8, y se bailaba en los escenarios con palillos, especialmente en el sur. Cuando el público las bailaba en la calle, utilizaba los dedos para hacer pitos (tal y como sucede hoy con las sevillanas) y añadía pasos de taconeo. Buena parte del repertorio lírico-flamenco bebe de sus coplas.

BAILE POR SEGUIDILLAS MANCHEGAS


BAILE POR SEVILLANAS


La Jácara:
Ya se habló de ella en los antecedentes rítmico-armónicos. Es un baile nacido en los más bajos fondos y se conservó gracias a su incorporación a la Escuela Bolera; muchos de sus pasos y movimientos aparecen en el típico baile por bulerías.
Destacó, durante todo el siglo XVII el Escarramán, una variante muy popular que toma su nombre del protagonista de sus coplas, un pícaro del siglo XVI que acabó condenado a galeras. Ya en aquellos tiempos el submundo generaba su propia épica.

El Bolero:
Hasta finales del XVIII los bailarines profesionales se limitaban a interpretar con destreza esos bailes que nacían en las calles, pero a partir de estas fechas serán muchos los profesionales que cansados de la vulgaridad de muchos de ellos deciden utilizarlos como base para una reinterpretación académica fuera del alcance del pueblo.
La creación del bolero se produce en La Mancha y se atribuye a Sebastián Cerezo en la década de 1780, quien utiliza como base la por entonces muy popular seguidilla. Multitud de bailarines profesionales añaden nuevos pasos (taconeos, saltos, trenzados, campanelas...) componiendo un baile que va perdiendo su raigambre popular pero que acaba resultando verdaderamente efectista. El momento cumbre de la interpretación era el “bien parado”, compostura graciosa con la que se terminaba cada baile y que se mantenía inmóvil mientras sonaba el ritornello de la siguiente copla. Su efecto solía provocar grandes aplausos.
Ayudó en su triunfo el hecho de que Carlos IV prohibiera en 1799 la representación de obras italianas, que por entonces amenazaban con apoderarse de los escenarios de media Europa.
Estébanez Calderón menciona al murciano Requejo como “nuevo legislador del bolero”, por codificar hacia el 1800 el bolero hasta hacerlo un baile clásico y canónico, ralentizando su ejecución para conferirle majestad y eliminando los elementos demasiado acrobáticos, lo que le valió furibundas críticas por parte  de los que el Solitario denomina “partidarios del bolero disparado y rabioso”.


ESCUELA BOLERA: "Ole de la Curra"

Seguidillas Boleras:
Del mismo modo que la tradición musical andaluza viajó a América para mezclarse y retornó a su origen metamorfoseada, también se produjo un fenómeno similar de arriba a abajo con el bolero, el cual se inspiró en la seguidilla pero cuyo éxito hizo que ésta dejase de bailarse como antiguamente y pasase a incorporar una parte de ese nuevo repertorio de movimientos nacidos en las academias.
Estas nuevas seguidillas nacen probablemente en Murcia y su desarrollo histórico es paralelo al éxito del bolero. La gran diferencia es que en éste el artista se concedía la libertad de improvisar mientras que en aquellas el conjunto de pasos constituía un código cerrado destinado a ser reproducido en ambientes festivos.


BAILE POR SEVILLANAS BOLERAS

Boleras Populares:
El final de ese proceso se produjo cuando todo aquello del bolero que pudo ser accesible a la gente no formada en academias de baile acabó de nuevo en la calle, adoptado por el pueblo que intentaba emular la gracia y la elegancia de sus pasos, y en particular el “bien parado”, verdadero antecedente del desplante flamenco.

Numerosos testimonios de viajeros románticos confirman la facilidad con que la gente se arrancaba por boleras en cualquier reunión festiva. Estaban en cambio mal vistas por la elite que se sometía al dictado de los bailes que triunfaban en Paris, auténtica capital cultural de Europa en aquel siglo. Cuando alguna muchacha de buena familia se aventuraba a bailar algo que no fuera un vals o un rigodón, lo hacía en la intimidad de una fiesta privada, a salvo de ojos que pudieran menoscabar su prestigio.

            La trascendencia de la Escuela Bolera para el desarrollo del flamenco es fundamental, porque la codificación que acomete de los bailes populares permitieron la conservación de su estilo. En particular dos elementos fundamentales: El uso de las castañuelas (también se le denomina escuela de palillos) y el uso central del braceo “a la española”. Ambos elementos se canonizan en los escenarios en la misma época en que las bailaoras flamencas empiezan a subirse a las tablas, de modo que la estilización que sufre el baile flamenco desde finales del XIX y durante todo el siglo XX,  responde a esta influencia.
            
Así mismo, él éxito del baile flamenco en teatros de todo el mundo permitió que el aprendizaje del ballet clásico, de la escuela bolera y del baile flamenco, conformaran la tríada académica que se enseña en la danza española.

TRADICIONES PRE-ISLÁMICAS EN LA ALTA ANDALUCÍA

            A la caída del Imperio siguió la lógica descomposición de la administración romana, y con ella, el complejo sistema artesanal y mercantil que había elevado el nivel de vida y dotado de sentido a la Pax Romana. Como suele suceder en estos casos, una parte de la población urbana se marchó al campo, allí donde es más fácil sobrevivir de manera autárquica. Este movimiento que fue bastante generalizado en todo el orbe imperial, propició en algunas comarcas fenómenos aislacionistas específicos, debidos a particularidades geográficas y demográficas.
            
Tanto la colonización fenicia como la romanización concentraron la mayor parte de la población de la Bética en torno a las grandes vías de comunicación natural, o lo que es lo mismo, en los litorales fluviales y marítimos, dejando relativamente aisladas y despobladas amplias zonas forestales del interior, y en especial en la Alta Andalucía. Una de éstas es la comarca de los Montes de Málaga a donde irían a parar, allá por el siglo V, una parte importante de la población de la ciudad. Con ellos se llevarían todo el bagaje cultural acumulado durante siglos de romanización, y dentro de él sus creencias, con sus ritos y festividades.
           
De entre estas nos interesan las Saturnalia y el Dies Natalis Solis Invicti. La primera de ellas era conocida como fiesta de los esclavos. En su origen se celebraba el 17 de diciembre en conmemoración del nacimiento de Saturno, dios latino de la agricultura y en ella se permitía que aquellos disfrutaran de prebendas y raciones extra de comida y bebida; se desarrollaban en un ambiente irreverente, carnavalesco y de gran tolerancia por parte de las autoridades. Con el tiempo  acabaron por extenderse varios días, fracasando los intentos oficiales de circunscribirlos a períodos estipulados de tres o cinco días, de modo que acabó fusionándose con la segunda de las festividades. En ella se celebraba el nacimiento del Dios Sol Invicto el 25 de Diciembre, por ser en el calendario juliano el día del solsticio de invierno y se acabó asimilando al culto a Mitra primero, y a Cristo después. Por tanto durante aquella semana se producía un paréntesis muy marcado en la vida romana, especialmente en las clases populares y durante los últimos dos siglos de Imperio dicha fiesta tenía además un carácter cristiano, aunque es de suponer que mantuvo sus aspectos dionisíacos tal y como hoy sucede.
            
En un largo período de más de tres siglos esta comarca de los Montes de Málaga sufre la descomposición del Imperio, la permanencia en tierras del sur peninsular durante veinte años de los Vándalos, los tiras y aflojas entre  visigodos y bizantinos por el litoral sudoriental durante varias décadas y la invasión musulmana a principios del siglo VIII. Al igual que sucedió con los godos que se limitaron a ocupar las instancias de poder romanas sin poder extender una administración efectiva sobre un territorio de por sí escasamente poblado, el gobierno desde Ifriqiyya y aún el del Emirato-Califato de Córdoba se caracterizaron por retomar para el Dar al Islam aquellos centros neurálgicos hispanos pero consintiendo el sustrato cultural de la mayor parte de la población. El paso de los años fue uniformizando la religión, la lengua, la cultura de Al Andalus, extendiendo la agricultura intensiva y recuperando la vertebración propia de una sociedad desarrollada. Sin embargo, de aquella comarca malagueña nos habla Ibn Hayyan en 1377, a sólo un siglo de ser retomada, informándonos  de que en Jotrón, Santo Pitar, Sedella y Comares  “todos sus habitantes eran cristianos, sin un solo musulman [...] pues las fortalezas de aquella zona habían sido de los cristianos desde siempre” y menciona el cultivo de viñedos, que como es de suponer estarían orientados a la elaboración de vinos.
            
Tras la conquista, el primer arzobispo de Granada, Fray Hernando Talavera decide potenciar festividades paganas supervivientes en las comarcas rurales de la alta Andalucía como contrapeso estético-cultural al rigorismo islámico. Sabemos por Hurtado de Mendoza de la celebración en los campos de juegos, rifas, bromas carnavalescas y de la tradición del obispillo de San Nicolás, en la cual la Iglesia atenuaba la gravedad de su culto y consentía la burla.

La superposición consciente de festividades cristianas sobre antiguos cultos llevó la festividad de los Santos Inocentes sobre las Saturnalia y el Dies Natalis Solis. Esta repotenciación de las tradiciones paganizantes corrió a cargo de la orden franciscana que supo reconvertir el significado pagano en ritual festivo navideño. Se promovió el culto a las Ánimas, especialmente durante los siglos XVI-XVII, y dichas tradiciones han sobrevivido en comarcas de la Alta Andalucía y Murcia, donde se conservan cuadrillas y hermandades de ánimas y grupos para el ritual festivo. Pero es en los Montes de Málaga donde su celebración conservó un mayor carácter profano: Los sombreros de cintas, las ganas de rifa yendo de bodega en bodega, etc.

De ésta época de fortalecimiento del culto de ánimas data el Repertorio de todos los Caminos de España, de Pero Villuga, publicado en 1546, la primera guía de caminos publicada en Europa. El antropólogo Antonio Mandly Robles ha realizado un estudio etnográfico sobre uno de esos caminos, el que llevaba a los arrieros desde Málaga a Sevilla a través de Álora, Osuna, Marchena y Mairena del Alcor, y que estaba jalonado de ventas que en tiempos antiguos eran no sólo referentes geográficos, sino también importantes puntos eco-culturales y simbólicos. Tenemos por tanto una ruta que parte de la comarca de los Montes de Málaga y que culmina en Sevilla, principal nudo neurálgico del mundo flamenco en el siglo XIX. No olvidemos que la expulsión de los moriscos fue masiva en las ciudades, menos en las tierras de realengo y mucho menos en tierras de señorío, en comarcas de montaña o en zonas de muy baja densidad de población. En 1612 el padre Aznar Cardona nos da cuenta detallada de todos los oficios desempeñados por estos moriscos y se da la circunstancia de que la mayoría  de ellos perduró en la Alta Andalucía hasta la desaparición de los gremios.

Mandly Robles ha detectado cómo a ambas orillas del Guadalhorce, un río cuyo caudal no le permite ser una barrera natural importante, se dan manifestaciones musicales diferenciadas. Del lado oriental y hasta las cuencas del Guadalmedina y el Vélez, predominan las pandas de verdiales y del lado occidental, en la orilla de Álora, perviven cantes de arado vinculados a malagueñas antiguas, como la registrada por el Mochuelo en 1907, la cual se la escuchó al Perote, un gañán que vivió en Álora en el último tercio del XIX. Este viaje desde las tonás camperas al cante flamenco, y desde el mundo no profesional al profesional no es un caso aislado. La cantaora utrero-lebrijana María la Perrata, la cual era nieta, hermana, prima, madre y abuela de cantaores profesionales, no pudo dedicarse enteramente al arte por respeto a la voluntad de su marido, a pesar de que en su cante se produce la fusión de modalidades flamencas fundamentales durante el siglo XX. De ella tenemos además el testimonio sobre su madre, la cual era una gran cantaora pero que nunca se dedicó profesionalmente al cante. Estos dos apuntes ejemplifican el modo en que una tradición popular de origen morisco pudo llegar hasta los escenarios y puede ser igualmente aplicable a otros cantes no-flamencos como las nanas, los romances de cordel, los cantos de ánimas, las saetas preflamencas, etc.

BERNARDO DE LOS LOBITOS: Cantes de trilla aflamencados


ALONSO DEL CEPILLO: Nanas flamencas

EL MOCHUELO: Saeta y Toná del Cristo


Hablemos ahora de los verdiales. Su epicentro está en los Montes de Málaga, pero se extiende desde el río Guadalhorce por el oeste hasta el Vélez por el este y a Villanueva de la Concepción por el norte. La mayor parte de esta zona estaba poblada por bosques de encinas hasta la conquista castellana en que se deforestó para la obtención de carbón sustituyéndose por cultivos, entre ellos los de la vid, siendo esta comarca una de las más antiguas exportadoras de vino español al extranjero. El eje en torno al cual gira la fiesta, que guarda importantes concordancias en apariencia, ritos y simbolismo (amén de la fecha) con el ciclo de las Saturnalia-Dies Invictus Natali Solis, es la panda de verdiales.

Se compone de un pandero asonajado (cuyo toque virtuoso en el centro de la panda hace de corazón de ésta), dos guitarras, dos pares de platillos, un violín y, en las zonas más orientales, un laud. De todos estos instrumentos sólo el violín se nos presenta como un elemento extraño a la tradición musical andaluza, pero se da la particularidad de que éste ejecuta su música en muy pocas notas, siempre las más altas, como si estuviese sustituyendo a un instrumento anterior menos complejo. El violín tal y como lo conocemos data del siglo XVII y es una evolución en última instancia del rabel, un instrumento árabe medieval que fue introducido en Europa desde Al Andalus. Precisamente de la época de eclosión del violín data la llegada a las costas andaluzas del Fandango, por lo que es de suponer que la llegada de éste instrumento a las pandas de verdiales fue simultáneo a la adopción por estas del fandango como motivo musical. Y es que rítmica, armónica y melódicamente los verdiales son fandangos, eso sí cantados a más velocidad, con una percusión más trepidante (que los ha mantenido inequívocamente bailables) y con menor virtuosismo vocal. ¿Son los verdiales la reinterpretación “cateta” de ese fandango que triunfaba por los escenarios y que llegó a los Montes de Málaga acompañado del violín? ¿O es acaso el aire flamenco del fandango la inyección de sones moriscos llegados desde la Alta Andalucía a Sevilla a través del viejo camino de las ventas? No podemos saberlo.

Sí sabemos por Estébanez Calderón de la llegada de la Jabera a los escenarios de Sevilla. En origen este cante sería un pregón de habas ejecutado con gran virtuosismo por un par de hermanas del barrio de la Trinidad en Málaga las cuales acometían la dificultad del cante repartiéndose los tonos más altos y más bajos en función de la textura de la voz de cada una. Queda por saber de donde procede la complejidad de su ejecución (algo poco práctico para un pregón), de si fue sacado a la calle desde una instancia más noble o si fue creación personal de ambas hermanas, en cuyo caso cabría preguntarse a su vez si sólo eran haberas con buena voz o cantantes semiprofesionales dedicadas a vender habas.

Este testimonio de Estébanez Calderón (ya sea verídico o no) contextualiza de modo concreto la llegada de una variante musical andaluza al crisol flamenco de la Sevilla decimonónica y es de importancia porque otros autores antiguos que estuvieron en contacto con ese flamenco anterior a los rollos de cera, también atribuyen a diferentes palos (la caña, la serrana, el polo tobalo, la liviana...) un origen en el campo o en las ventas, y especialmente en el camino de Málaga a Sevilla.

La epidemia de la filoxera acabó con buena parte de la efervescencia de la fiesta de los verdiales y hoy día se celebra perfectamente domesticada por las autoridades, fuera  de su entorno original. Pero hay algo que se mantiene y es que podemos ver a cientos de músicos, cantantes y bailarines no profesionales que por mor de la competencia que se instaura en la fiesta, elevan la interpretación de unas formas folclóricas hacia un virtuosismo espectacular, ejemplificando de este modo la posible llegada a los escenarios de otros cantes del campo o el camino.

Anica la Piriñaca, cantaora jerezana que desempeñó su carrera profesional en su juventud prematrimonial durante la época de decadencia del café cantante (primeras dos décadas del siglo XX), confirmó con su testimonio que los cantaores que llegaban a los cafés desde todos los puntos de la geografía andaluza ejecutaban cada uno los cantes de su tierra y de su gente, y que los jerezanos cantaban fundamentalmente siguiriyas, soleás y bulerías, los de Cadiz cantiñas, tanguillos y variantes locales de la soleá o la bulería, los de Huelva fandangos locales y que muchos de los intérpretes eran celosos de sus cantes y no los ejecutaban delante de los cantaores largos para evitar que se los cogieran.

¿Pudo el transitado camino de los arrieros de Málaga a Sevilla, jalonado de ventas en los que frecuentemente se encontraban y reencontraban pregones de distinto origen y condición, ciegos cantantes de romances, cuadrillas de ánimas, saeteros del pecado mortal... servir de principal yacimiento musical al crisol de los cafés cantantes sevillanos? No podemos saberlo, pero ello explicaría por qué buena parte de los palos flamencos son, o variantes alto-andaluzas del fandango, o cantes que desde antiguo se vincularon a ciudades como Ronda, y ejemplificarían a su vez la llegada, por otros caminos, de variedades tradicionalmente ubicadas en comarcas de Huelva o Cádiz y que tenían a Sevilla y Triana como puntos de destino.