SILVERIO FRANCONETTI

Las fuentes que nos hablan sobre su vida suelen ser en su mayoría orales, en parte recogidas por Fernando de Triana, en parte legadas de boca en boca hasta otros estudiosos más modernos, aunque contamos por contra con el retrato que de él hiciera Demófilo en una época en que era considerado por la mayoría de los artistas como la figura culmen del flamenco, siendo el propio cantaor un informante de excepción. Por tal motivo es preciso repasar a la vez que sus anales ciertos detalles de éstos que revisten su figura de un aura legendaria.

Silverio Franconetti Aguilar nace en Sevilla, o bien en 1823, 1829, o bien en 1831. Su padre era italiano, de Roma, y su madre una española de Alcalá de Guadaíra.
Siendo un niño se trasladaron a Morón de la Frontera y cuando fue teniendo edad empezó a trabajar en la sastrería, al igual que su hermano, de donde ocasionalmente escapaba a una fragua cercana donde le gustaba oír los cantes de los gitanos.
Quiso la casualidad que el mayor cantaor de aquella época, el Fillo, comenzó a frecuentar el pueblo lo que propició el encuentro entre el artista y el joven aspirante, que recibió de aquel el espaldarazo que necesitaba para liarse la manta a la cabeza y se plantase en Sevilla dispuesto a ganarse la vida con su cante. He aquí un primer aspecto de su leyenda que merece ser analizado: En plena época post-romántica en la que se consideraba que los gitanos custodiaban un legado cultural íntimo, la máxima figura del cante no podía dejar de atribuir al contacto con los calé, y en concreto con el cantaor más célebre de su época, el origen de su arte, máxime cuando su interlocutor sostenía que era lo gitano la raiz de la pureza del cante y que era el “agachonamiento”, la influencia folclórica andaluza, la que comenzaba a desvirtuarlo.

Tan buena fue su acogida en los entornos cantaores que mucha gente le animó a que no malograra sus facultades y se dedicara a estudiar música, consejo que no siguió, pero que nos ilustra muy claramente acerca de lo importante que parecía para sus coetáneos que incluso para su arte era importante contar con una formación musical y un ejercicio profesional para alcanzar el éxito.

Marchó en busca del mismo a la capital de España, donde estuvo desde 1855 a 1857. Allí al parecer concibió hacer las américas, supuestamente a ejercer la profesión de sastre en Buenos Aires. Al parecer acabó en Montevideo donde estuvo ejerciendo de picador y se enroló en las tropas del joven ejercito de la República Oriental del Uruguay, donde alcanzaría el grado de oficial. Hasta ahora no se ha encontrado constancia de su actividad como militar, como sastre o como cantante, aunque sí como picador  en la cuadrilla de un tal Francisco Aguilar, acaso pariente suyo. Nuevamente nos encontramos con algo de oscuridad en los motivos de su marcha y una narración que no sabemos hasta que punto es fiable cuando es él mismo el informador. Fuera como fuese, lo cierto es que lo tenemos de vuelta en 1864.

Desde su retorno pretendió revalorizar y dignificar los cantes que desde pequeño había escuchado y cantado para lo cual se empleó en recorrer las capitales andaluzas y Madrid dando conciertos. Probablemente de estos años data la anécdota de que a pesar de haber estado fuera ocho años al entonar una de sus siguiriyas gente del público lo reconoció. Sea o no verídico éste suceso, nos proporciona una información fundamental y es la autoría que de ciertos cantes o estilos de cantes podía reclamar Silverio.

Según Demófilo, su cante propiamente dicho lo componían cañas y polos, así como seguidilas gitanas en las cuales era considerado insuperable. Junto a esta valoración nos aporta también las letras de hasta 21 polos y cañas, 79 seguiriyas y 8 serranas., una selección escogida más no completa y que nos deja intuir que algunos cantes que no eran considerados específicamente gitanos y que en los inicios de las grabaciones ya eran considerados crepusculares, dispondrían por entonces de un repertorio mucho más rico y variado que el registrado fonográficamante.

Hasta 1870 siguió recorriendo Andalucía y Madrid, retando y venciendo a todo tipo de cantaores, siendo coronado en numerosas ocasiones con el oficioso título de “Rey de los cantaores” gracias a que vencía a sus contrincantes en sus propios estilos. La famosa anécdota que nos relata que el Nitri se negó a cantar delante suya para evitar que le “cogiese” sus cantes la podemos interpretar de manera dual. Podría servir para asegurar que el poderío interpretativo de Silverio era tan dominador que en su misma voz cabía todo el repertorio flamenco de su época, algo que se repetiría años más tarde con Pastora Pavón. También podríamos interpretar que la negativa del Nitri fuese no más que una bella excusa para postular la defensa de un legado gitano doméstico, familiar e incorrupto al cual los cantaores profesionales no pudieron acceder.

En 1870 se hace cargo del Salón Recreo o Café Botella, compaginando sus giras con la dirección de la academia de baile hasta 1880, y otros nueve años más en sus dos cafés, hasta que le alcanzó la muerte. Su labor profesional durante este tramo final de su vida es la que le confiere mayor trascendencia no ya a su arte, sino al conjunto del cante flamenco.

Para empezar hay que decir que hasta entonces el flamenco era el recipiente artístico de una tradición popular con especial éxito en entornos marginales: Era lo marginal en sí lo que delimitaba lo “flamenco” (que no deja de ser una voz de argot para denominar a los personajes del lumpen). En esa época el baile era el gran protagonista siendo la voz un instrumento más de unas orquestas que solían redoblar guitarras, vihuelas, etc, sin más función que servir de realce y acompañamiento a la danza. El ambiente en que se desarrollaba estas manifestaciones musicales rozaba lo delictivo cuando no entraba de lleno pues eran famosos los cafés cantantes por servir de escenario a trifulcas, escándalos o incluso prostitución encubierta con las bailaoras del cuadro, especialmente con las no-gitanas.

En los cafés de Silverio se despoja al arte flamenco de todo aquello que lo conecta con su contexto marginal y se queda como una manifestación musical desnuda, unos cantes para escuchar, dignificados por su portentosa voz.  El cante se pone por delante del baile, el acompañamiento musical va desapareciendo como lo hacen las figuras secundarias de los pasos de semana santa donde la imagen titular tiene especial devoción y probablemente de esta época data esta tendencia a la ralentización, la grandilocuencia y la majestuosidad de un cante al que la guitarra ya no logra imponer su ritmo y a veces ni su modo. Todavía se verán a cantaores que organizan fiestas con orquestas, o a aquellos que se acompañan ellos mismos con su propia guitarra, pero serán los menos. El éxito de Silverio se extendió a otros cafés que optaron por seguir esa misma estrategia, de modo que al final de su vida ese niño de Morón había conseguido la mayor parte de su propósito juvenil.

La abundancia de cafés estimuló que los empresarios subieran a los escenarios a todo tipo de artistas y esta competencia derivó en una búsqueda de la excelencia interpretativa, condicionada por el gusto de un público cuyos referentes asociados a lo flamenco (esa música marginal ya domesticada) se remontaban al género andaluz o a al folclore compartido con los propios artistas. A él le tocó competir con la generación más brillante y creativa de la historia del cante, de modo que resulta comprensible que la mayor parte del canon de palos y estilos se fijara aquí. Cuando emergía una figura excepcional, como pasó con Antonio Chacón, el propio Silverio lo contrataba para que actuara en su café. El gran éxito del cantaor jerezano supuso que en sus últimos años, cuando su voz ronca pero dulce se apagaba, volviese a los escenarios para contrarrestarlo.
  
Silverio por tanto no es el primer profesional del viejo flamenco, pero sí eleva a un nuevo estándar esa profesionalidad y con él, el cante en sí mismo, cada vez más lejos a la vez de la tonadilla, del género andaluz, los cantes folclóricos-campesinos y los propios de los gitanos, pero también cada vez más cerca de fusionarlos todos ellos. Esto se consigue a través de la competencia con los mejores, de la permeabilidad a los estilos exitosos y de su reinterpretación definitiva, conformando un corpus artístico personal que es el nudo de gran parte del cante que sobrevive en las primeras grabaciones, momento en que se fija un canon que desde entonces evolucionará muy lentamente. Ese legado había pasado de las ventas y tabernas al teatro y el aumento de la destreza interpretativa creció tan exponencialmente como el público que lo escuchaba.


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